Donald Trump se ha convertido en poco tiempo en una figura pública capaz de atraer poderosamente la atención en casi todo el mundo. Mas allá de su estrategia publicitaria, de la inversión cuantiosa que ha hecho para promover su imagen y del glamour propio de las campañas electorales norteamericanas, Trump ha suscitado en torno a su persona respuestas tumultuosas de gran intensidad emocional: es odiado y amado a la vez, admirado y aborrecido al mismo tiempo. Polariza y confronta según su propia visión del mundo, al cual divide, con arbitraria simplonería, en “ganadores” y “perdedores”. Él, por supuesto, se asume —en tanto que multimillonario exitoso— como emblema de los primeros, y no tiene por qué ocuparse de sus detractores, ya que todos ellos son, sin excepción, “perdedores”. La pregunta, ineludible, es ¿cómo puede haber llegado tan lejos alguien tan primario, tan burdo?

Ante el fracaso de los análisis políticos, que no le concedían mayores posibilidades, y se equivocaban con él una y otra vez, empezaron a surgir los análisis psicosociales. Se han publicado centenares. Algunos de ellos son interesantes y tienen buen sustento. La mayoría de estos coincide en que Trump es un narcisista en toda su dimensión. Es decir, no sólo es un tipo egocéntrico, sino que realmente tiene un trastorno de la personalidad. De tal suerte, los rasgos que lo caracterizan pueden explicar, al menos en cierta medida, que sea percibido por muchos como un líder carismático, persuasivo, magnético, en tanto que otros tantos, lo consideren un tipo impulsivo, impredecible e incluso peligroso.

En la mitología, Narciso muere por la preocupación patológica que tiene de sí mismo. Las personalidades narcisistas se conocen en el terreno de la psicología desde hace tiempo. Pueden ser personas independientes e incluso innovadoras, pero son desconfiadas, suspicaces, y se aíslan emocionalmente de los demás. No les interesan los otros. Prefieren ser admirados que queridos. Sus afanes desmedidos de poder y de gloria los llevan con frecuencia a atropellar a quienes se interponen en su camino. Hay un elemento agresivo intrínseco en ellos, lo que les genera enemistades por doquier, sin que esto les afecte mayormente. Para ellos, sus adversarios no sólo son unos perdedores sino, además, envidiosos.

En ciertos momentos de la historia, han surgido líderes narcisistas, capaces de inspirar a mucha gente que los sigue con fervor, y en no pocos casos han llegado a incidir en el curso de la historia. En los textos sobre el tema se cita con frecuencia a figuras tan disímbolas como Napoleón y Mahatma Gandhi. Lo cierto es que los periodos de transición, de desencanto generalizado, parecen ser propicios para la emergencia de este tipo de figuras. Siempre audaces, capaces de impulsar grandes transformaciones sociales, pero también de engendrar ilusiones alejadas de la realidad, fantasías que acaban por convertir el desencanto en resentimiento y la frustración en coraje.

Más que aceptación, lo que nutre a los narcisistas es la adulación, y cuando esta llega, se sienten invencibles. Ese es su talón de Aquiles. Escuchan cada vez menos a quienes difieren de sus puntos de vista y acaban por ignorarlos. “Son unos perdedores y nos tienen envidia. Por eso vamos a ganar, ganar y ganar”. Así reza, casi invariablemente, el sonsonete en los discursos de Trump, y le ha funcionado mejor que lo que los más optimistas vaticinios le pronosticaban.

Por supuesto, la moderación no es lo suyo. Tampoco lo son la tolerancia ni la aceptación de la crítica. Trump es incapaz de desarrollar una relación empática con alguien, porque no le importan los otros, ni lo otro. Lo único que le interesa, dice, es “volver a hacer de los Estados Unidos un gran país”. Esa es su principal promesa de campaña, el eje discursivo al que somete lo mismo a “los mexicanos violadores que nos llenan de droga” que a “los chinos embusteros que nos inundan de productos baratos y que no pagan aranceles”.

No hay duda, el hombre es ambicioso, es competitivo (ya lo demostró), quiere ganar a como dé lugar, le gusta ser el centro de atención, y no , no tiene sensibilidad alguna hacia los demás. Vamos, se mofa de quienes tienen capacidades diferentes, los imita y gesticula al referirse a ellos. No contesta a las preguntas que se le hacen, carece de sentido del humor y es incapaz de improvisar. Aún así sigue avanzando. La cúpula republicana ya no sabe qué hacer con él.

Las reacciones emocionales que evoca en su audiencia, que ha crecido más de lo previsible, no son las de la esperanza en un mejor futuro o de las que anhelan una vida más feliz. Son las de la venganza, disfrazada de justicia y las de los privilegios de una minoría en aras de la libertad.

Las contadas ideas que esgrime las califica siempre con superlativos categóricos. Todo en él es grandioso. Se sobrestima en todo lo que dice y hace, y demanda, en consecuencia con la percepción que tiene de su yo, un trato excepcional. Superficial, atrevido, tiende a llevar las cosas al límite, desestima sus errores y, por supuesto, nunca lamenta haberlos cometido. Se regocija al reconocerse como una celebridad pintoresca, pero se irrita fácilmente ante cualquier contradicción. Tiende a tomar decisiones precipitadas y no acepta consejos. ¿De veras alguien así puede llegar a despachar en la oficina más poderosa del planeta?

Trump, por otro lado, es un tipo seguro de sí mismo, decidido, que no se angustia fácilmente, ambicioso, directo, agresivo. Es difícil de intimidar y, de llegar a la candidatura republicana, va a ser un dolor de cabeza para los demócratas. Va a tratar de denigrarlos desde el primer momento. Pero ese puede ser también su flanco más vulnerable. Detrás de una personalidad narcisista hay habitualmente una persona insegura, acomplejada, vengativa, pero frágil al fin y al cabo.

Tengo la impresión que no lo hemos entendido bien. Lo primero que hay que hacer frente a un tipo como Trump es no enojarse. Las reacciones viscerales de sus adversarios lo fortalecen. Lo desnuda más la burla que la injuria. El ridículo puede ser su peor escenario. En el momento en el que pierda confianza se apagará su energía. Pero no va a ser fácil vencerlo. Va a seguir pontificando en tanto que tenga súbditos que quieran escucharlo. Ha hecho de su campaña por la presidencia de los Estados Unidos un asunto de vida o muerte. De ahí su amenaza que es capaz de cumplir: “Iré hasta el final con o sin el apoyo del Partido Republicano”. Su pasión es ganar, no tanto por tener el poder —que no le viene mal— sino por alcanzar la gloria. De manera análoga, para un narcisista de libro de texto como lo es Donald Trump, perder una carrera de esta naturaleza será mucho mas que una derrota: supondrá asumirse como alguien que se encuentra en peligro de extinción.

Profesor de Psiquiatría, Facultad de Medicina. UNAM

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