Recientemente apareció el libro coordinado por Ken Gormley The Presidents and the Constitution (New York University Press, 2016). En él se recogen los ensayos que dan cuenta del modo como los presidentes estadounidenses se vincularon con la Constitución de 1787 y sus 27 enmiendas. Son textos que identifican cómo es que la Constitución determinó la forma de ser presidente. Se señalan, por ejemplo, las dificultades que Grant enfrentó para romper la “regla Washington” al querer reelegirse por segunda ocasión, o la restricción que encontró Ford para perdonar a Nixon cuando éste no aceptaba su responsabilidad por los hechos de Watergate. Más allá de lo interesante o hasta lo anecdótico, se da cuenta de la manera como, parafraseando a Cosío Villegas, cada una de las personas quiso o pudo generar su estilo constitucional de gobernar. Algunos presidentes quisieron seguir las reglas preestablecidas, si no en su totalidad y subordinadamente, sí al menos tratando de no apartarse de márgenes canónicos. Otros, por el contrario, empujaron las reglas lo más que pudieron para tratar de expandir sus facultades o acotar las de otros órganos federales o estatales. Un grupo más reducido desafió las determinaciones de poderes o instancias locales, presionando a sus dirigentes o generando conflictos para someterlos al conocimiento de los tribunales o de la opinión pública.

En estos días de reflexiones trumpistas, el libro de Gormley permite preguntarnos, ¿cómo será el estilo constitucional del cuadragésimo quinto presidente de Estados Unidos? La respuesta manifiesta es que se comportará como el último grupo de mandatarios señalado en el párrafo anterior. Mediante sus tristemente célebres órdenes ejecutivas, tratará de hacer mucho, a sabiendas de que en ello habrá más ruido que nueces. En caso de ser condenado por una resolución judicial, ¿responderá como Jefferson alegando que la misma no es derecho? En el remoto caso de que la Corte contradiga sus decisiones, ¿tratará de incrementar el número de sus integrantes para diluir a sus opositores como lo pretendió Roosevelt? Viendo el talante de los primeros días, me parece que la respuesta evidente es un sí. Esto, sin embargo, no es del todo preocupante. La amplia institucionalidad estadounidense está hecha para enfrentar lo que se ve. Invasiones competenciales, indebidos ejercicios del poder o intentos de someter a los medios, han sido, si no frecuentes, sí al menos no desconocidas. En contra de estas prácticas las instituciones se han formado y ajustado. Lo que se realiza contra ellas, puede ser enfrentado por ellas mismas.

Lo más preocupante del ejercicio de Trump es que realiza actividades fuera de la institucionalidad y, por ello, ésta no puede identificar, no puede atrapar. Las cosas quedan reducidas a confusos reclamos. ¿Dónde está la ilicitud de los tuits matutinos que ofenden o ningunean? ¿Cómo se enfrenta jurídicamente una interpretación de la realidad emitida en un discurso presidencial que no tiene sentido de realidad? ¿En dónde se demanda a quien ya entronizado constituye una virtualidad que le servirá de base para tomar decisiones concretas?

Lo inquietante del modo constitucional de gobernar de Trump es que se realiza en los márgenes de la legalidad. No como forma de desconocerla, sino de no enfrentarla. Ello, para que resulte difícil asirla. Por tal motivo el actuar presidencial es tan disruptivo y tan molesto. Su fuerza radica en la velocidad y en la descategorización. Frente a esto, hay que esperar, no pasiva, pero sí pacientemente. Acumular información cierta y precisa de los desvíos y de las faltas. Darle forma jurídica a lo que intersticialmente vaya apareciendo. Hacer visible el resultado para que las instituciones puedan operar en la realidad y permitir, con ello, la determinación de responsabilidades. Es un proceso que toma tiempo, pero es así como funcionan las instituciones. Visibilizando primero, nominando después, actuando finalmente.

Ministro de la Suprema Corte de Justicia y miembro de El Colegio Nacional.
@JRCossio

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