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La incertidumbre es signo de los tiempos. Hay palabras y llamados. Están quienes sugieren volver a nuestro pasado, ahí donde el nacionalismo fue referente. A la seriedad de la Reforma o de la nacionalización. Los nombres de Juárez y Cárdenas se han citado. Del pasado se quieren extraer modelos de comportamiento o, al menos, de posicionamiento. Como punto de partida evocativo y simbólico, esos momentos y personajes pueden ser de utilidad. Sin embargo, resulta difícil tomar como ejemplo para actuar en el presente y el futuro, aquello que aconteció en otro contexto y con otros actores. Es necesario preguntarnos cómo, influidos por el ánimo que en otros tiempos tuvieron nuestros líderes, podemos orientar nuestras acciones para lo que vendrá.
Desde hace poco más de dos décadas, nos hemos venido imaginando tan norteamericanos, tan globales, que dejamos de lado mucho de lo que el derecho internacional prescribe. Nos concentramos en el TLCAN, en la OCDE y en otros acuerdos y organizaciones de orden fundamentalmente económico. Considerando la información que se tuvo y lo que pudo pronosticarse, tales decisiones pueden parecer excluyentes, pero no equivocadas. Para poder trabajar con esos horizontes, la parte general del derecho internacional se hizo a un lado. El sustento de éste, la soberanía nacional, se vio o como algo anticuado o, cuando menos, revisable. ¿Hace cuánto que entre nosotros no se debate este concepto? ¿Cómo hemos enfrentado la igualdad jurídica de los Estados o la solución pacífica de las controversias, por ejemplo? Algo hemos discutido sobre derechos humanos, sobre cooperación contra el terrorismo o el tráfico de drogas. No lo hemos hecho, insisto, sobre los principios generales de organización y convivencia entre los Estados. La causa puede provenir, en mucho, de la reducción de la política a la economía bajo la ambigua y multifuncional idea de la globalización; puede tener que ver con la confusión entre libertad política y economía, o de lo financiero sobre lo económico. Cualquiera que sea la causa, mucho se concentró en pensar cómo es que el mundo debía ampliar los cauces de las transacciones. Para ello, la soberanía y lo que implica, fueron desplazados partiendo siempre del entendimiento interesado que los ubicó, prácticamente, en lo caduco.
El problema de nuestro tiempo es que algunos actores políticos predominantes y, desde luego, los electorados que los sostienen, han decidido retomar, precisamente, elementos que se encuadran en la premodernidad. El nacionalismo a ultranza, la xenofobia, las nuevas formas imperiales, la diferenciación entre “nosotros” y “ellos”, han reaparecido de modo renovado y agresivo.
Nuestra Constitución prevé, desde mayo de 1988, los principios normativos por los cuales el Presidente de la República, en tanto jefe de Estado, debe dirigir la política exterior. Son la autodeterminación de los pueblos, la no intervención, la solución pacífica de las controversias, la prescripción de la amenaza o el uso de la fuerza, la igualdad jurídica de los Estados, la cooperación internacional, el respeto a los derechos humanos y la lucha por la paz y la seguridad internacionales. Estos elementos jurídicos están francamente marginados. En los tiempos presentes deben ser el marco general de actuación de nuestro país. No se trata de vacuidades o abstracciones. Son elementos con contenidos fuertes y concretos. Jugarle a las amistades, a los conocidos, a las interpretaciones psicologistas, al deterioro o a la autodestrucción del otro en las relaciones internacionales, es una irresponsabilidad. Centrarse en los principios que se han depurado a lo largo de los años para ordenar ese tipo de relaciones es un ejercicio más responsable, moral y jurídicamente obligatorio. El derecho suele proteger a los débiles en sus desiguales relaciones con los fuertes. En los tiempos que corren, parece indispensable volver a fundar nuestras acciones de Estado en el orden internacional. Ello nos otorga posición, dignidad y nos da rumbo.
Ministro de la Suprema Corte de Justicia.
Miembro de El Colegio Nacional.
@JRCossio