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En 1921 Ortega y Gasset publicó su España invertebrada. Se propuso explicar por qué no había una nación española. Por qué España no era un gran país. En el fondo quería dar cuenta de lo que no se había hecho y por qué se estaba en una lamentable situación, sin liderazgos ni perspectivas, al margen de los procesos mundiales de entreguerras. La elección de sus palabras fue certera. Calificar algo como invertebrado sugiere mucho. La primera imagen es biológica y evoca seres que, por carecer de columna vertebral, son considerados menos evolucionados. Políticamente implica la falta de estructura, organización y cohesión de un Estado consigo mismo y con su población. Representar a un país como invertebrado lo señala de segunda. Sin embargo, el ejercicio crítico permite convocar a algo distinto. Si se está en una mala situación, nada impide salir de ella. Los particularismos pueden revertirse y admitir liderazgos, encuentros o proyectos para vertebrar a un país.
No considero ahora si México estuvo alguna vez vertebrado en el sentido orteguiano, o si las impresiones que de la nacionalidad y la estatalidad tuvimos fueron parte de los procesos centralizadores del porfiriato y de los herederos de la Revolución. Queda claro que hoy estamos desvertebrados, no sólo como estado final consumado, sino como triste proceso en marcha. No hay articulaciones entre lo que antes se llamaban los cuerpos nacionales, los grupos, los sectores o los meros intereses. Invertebrado es diferente a desvertebrado. Lo primero implica biología y condición. La desvertebración, por contra, conlleva rompimiento. Un país desvertebrado es aquel en el que muchas cosas se han roto, las partes se han separado y el conjunto está regado. Los invertebrados están ahí y son funcionales. Se les califica como deficientes frente a una idea de perfección, biológicamente antropocéntrica o políticamente dominante. Los desvertebrados no. Se les juzga respecto de sí mismos, no por comparación. Eso son por la imposibilidad de ser conjunto.
Nuestros particularismos no son iguales a los que Ortega identificó para España. Nuestros regionalismos son escasos, más allá de los alardes pasados de quienes pensaban que trabajaban mientras otros pensábamos o soñábamos. Nuestra desvertebración tiene otras causas. Si la palabra no significara tan poco, podría hablarse de representatividad o, mejor aún, de su pérdida. Las autoridades (públicas, privadas, sociales) provienen de procesos formales que las legitiman para estar donde están, pero no tienen la posibilidad de hacer algo por los intereses de quienes los nombraron o eligieron, de sus representados, ni éstos para remover a aquéllos. Por lo que se comprometieron para arribar al cargo o por los constreñimientos para ejercerlo, la desvinculación se actualiza y la desvertebración se acrecienta. Una red de intereses supraorgánicos impera. No es metafísica. Los financiamientos para campañas o procesos, la apertura de espacios para el ascenso, las posibilidades de hacer u ocultar negocios, las complicidades para dejar hacer y dejar pasar, la repetición acrítica de una ideología o el mantenimiento del statu quo suponiendo su neutralidad o naturalidad, desvinculan y separan. Las leyes no ordenan y causan su propia ineficiencia; su aplicación es excepcional y crea nuevas y diversificadas excepciones. Los esfuerzos oligárquicos, nacionales y externos, disuelven lo que quisiéramos organizado. En el horizonte están quienes apuestan a que, como suponen actúa el mercado, la suma de particularismos generará equilibrio, y quienes entienden que la acción de unos pocos creará el orden. Pobres soluciones ambas. Nuestra vertebración pasa por la reconstitución de las representatividades sin afán corporativo. Como articuladoras de la pluralidad individual en colectivos intermedios, críticos y demandantes.
Ministro de la Suprema Corte de Justicia, y miembro de El Colegio Nacional
@JRCossio