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Las elecciones capitalinas para conformar una Asamblea Constituyente que revisará y aprobará una Constitución de la Ciudad de México estuvo enormemente desangelada. Del 25 % del voto efectivo, probablemente la mayoría respondió a los aparatos del PRD y Morena (y en menor medida de otros partidos), y fueron muy pocos los electores libres, no corporativizados ni clientelares. Lo cual nos deja con un proceso esencialmente ilegítimo, aunque no sea ilegal. La ciudadanía no pidió una nueva Constitución, ni la siente como necesaria, ni ve de qué manera pueda resolver los enormes problemas cotidianos de la capital, ni estuvo de acuerdo con que 40% de los constituyentes fuesen designados por dedazo, y el 60% restante fueran electos por listas de proporcionalidad cerradas (donde los ciudadanos no eligen a las personas, sino que lo hacen los partidos). La reforma se ha visto como una estratagema de los propios partidos para incrementar los cargos políticos, las prerrogativas y la burocracia, lo que en poco ayuda a las causas ciudadanas.
¿Con qué legitimidad entonces prosigue esa reforma? A los involucrados de una u otra manera en él les tuvo sin cuidado esa ausencia casi total de respaldo ciudadano; siguen en lo suyo como si nada. Sin embargo, destaca la posición del panista José Luis Luege, quizá el único involucrado en este proceso preocupado por la falta de legitimidad de esta reforma. Escribió en EL UNIVERSAL: “Este Constituyente carece de legitimidad, el proceso en su conjunto, desde la reforma política, la nula información y la mala organización representan una burla para la ciudadanía... Este resultado no garantiza una discusión democrática para aprobar una nueva Constitución porque no representa a la mayoría de la ciudadanía... Se debe reflexionar en las causas que orillaron a este resultado, anular la elección y volver a empezar” (13/julio/16). Ya antes de la elección había enumerado los vicios del proceso mismo, y anticipando un bajísimo aval de los ciudadanos: “Estaremos ante una Asamblea sin representatividad ni legitimidad, y tendríamos que analizar si es prudente continuar con el proceso o de plano proponer su anulación” (30/Mayo/16).
En efecto, ante la escasa legitimidad de la reforma tendría que reponerse el proceso, modificando la fórmula para constituir al Constituyente y explicando claramente a la ciudadanía qué se ganaría con esta Constitución. Pero como eso no va a ocurrir, habría que considerar la sumisión de la nueva Constitución al refrendo ciudadano, a partir de un porcentaje válido de participación para que tuviera ese mínimo de legitimidad del que ahora carece. Pero al parecer eso tampoco está contemplado. Se supone que se quiere elaborar una Constitución progresista que eventualmente sirva incluso como modelo para otras entidades (normalmente más conservadoras, como recientemente hemos visto). Una Constitución que se pretende progresista no debiera surgir sin legitimidad suficiente.
No deja de ser paradójico que incluso el golpe de Estado de Félix Zuloaga contra la Constitución de 1857, ofreciera otra carta alternativa (conservadora) que sería legitimada a través de un refrendo, mismo que tendría que ser mayoritario para tener validez. Se lee en el Plan de Tacubaya de los conservadores: “Dicha Constitución, antes de promulgarse, se sujetará por el gobierno al voto de los habitantes de la República… En el caso en que dicha constitución no fuere aprobada por la mayoría de los habitantes de la República, volverá al Congreso para que sea reformada en el sentido del voto de esa mayoría”. ¿Una Constitución conservadora del siglo XIX ofrecía legitimación a través del refrendo ciudadano, en tanto que una Constitución del siglo XXI, de avanzada, no prevé esa forma de legitimación? ¡Los conservadores decimonónicos le daban más importancia a la legitimación popular a través de un referéndum que los progresistas capitalinos del siglo XXI! Paradojas de nuestra historia política y constitucional.
Profesor del CIDE.
FB: José Antonio Crespo Mendoza