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Las religiones humanistas y los sicoterapeutas modernos presentan el perdón no sólo como un valor espiritual o ético, sino sobre todo como forma de sanación o terapia. Quien ha sido agraviado y perjudicado por alguien más, sentirá seguramente rencor y deseos de venganza (a menos que sea un santo). Sentimientos que, aunque tuvieran justificación social, hacen daño a quienes los experimentan. La sanación viene, dicen tales corrientes, al perdonar. Esa es la enseñanza principal, por ejemplo, del pasaje evangélico donde Jesús perdona en la cruz a quienes le han infligido dolor y una muerte inminente. Por lo cual, para perdonar no basta pronunciar un “te perdono”, sino realmente superar el resentimiento provocado por esa ofensa (algo nada sencillo). Emocionalmente, el principal beneficiario del perdón es quien lo otorga, más que quien lo recibe. Lo cual no implica que en el ámbito político y legal quien ha violado la ley, sea exonerado de la pena correspondiente. Un juez, por cristiano (o budista) que sea, debe aplicar la sentencia correspondiente, aunque en su fuero interno sienta compasión y perdone emocionalmente al delincuente.
Pero asumimos también que quien pide perdón lo hace porque ha experimentado una emoción real de arrepentimiento, que lo lleva a solicitar disculpas y, cuando es posible, hacer una reparación al agraviado por el daño causado. Sin embargo, el perdón tiene una dimensión política que poco o nada tiene que ver con emociones reales, sino que se erige en instrumento para lograr ciertos objetivos políticamente rentables. El político no debe solicitar perdón siempre, sino en ciertas circunstancias. Maquiavelo, en su crudo pragmatismo político, lo recomienda al Príncipe cuando las condiciones así lo exijan. Puede entonces un político solicitar perdón a sus gobernados para mejorar su imagen, borrar una mancha y elevar su aceptación popular. Es decir, los políticos pueden y suelen solicitar perdón por mero pragmatismo, sin haber experimentado sincero arrepentimiento. De modo que cuando un político pide ese perdón, justificadamente puede uno preguntarse si es porque lo siente o sólo porque le conviene políticamente. El político en cuestión debe tratar de convencer al público que la verdadera razón de su solicitud es un arrepentimiento genuino. Por eso López Portillo, al pedir perdón en su informe final, vertió lágrimas para hacerlo convincente (no lo logró). Y Enrique Peña Nieto (que para su fortuna no sollozó), dijo que sentía en carne propia la indignación que habíamos nosotros también experimentado.
La reacción de muchos ha sido, por un lado, que el perdón, aún en caso de otorgarse, es emocional pero no implica exoneración penal de la falta, por lo que tendría entonces que haber una investigación independiente sobre la Casa Blanca (el vergonzoso papel de Virgilio Andrade fue siempre una burla presidencial que incrementó la indignación, en lugar de reducirla). Y por otro lado, que un perdón político para hacerse creíble, exige ser respaldado con hechos concretos. Pero justo días después de pedir disculpas, viene una nueva ofensiva contra Carmen Aristegui, cuyo equipó sacó a la luz el tema en cuestión a través de MVS. No se necesita ser genio para saber que ese acto echaría por tierra el esfuerzo presidencial, porque prácticamente nadie cree que la salida de Aristegui respondió a algo distinto de la Casa Blanca. Y por lo mismo, pocos creerán que Los Pinos nada tienen que ver con este nuevo embate a la conductora. La respuesta de presidencia fue que se trata de un asunto “entre particulares” (lo que recuerda el “¿Y yo por qué?” de Fox). Esa nueva demanda, más que dañar a Carmen, perjudica a MVS (el “Virgilio” de los medios, ya dicen algunos) y al propio Peña Nieto, pues anula su solicitud de perdón. Da pues la impresión de que el gobierno ha perdido la brújula y da palos de ciego, yendo de un extremo al otro, lo que lejos de mejorar la imagen presidencial, la sigue deteriorando. De continuar así, el PRI no tendrá oportunidad alguna en 2018. Es por demás.
Profesor del CIDE.
FB: José Antonio Crespo Mendoza