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En el semanario episcopal Desde la Fe se contradice lo dicho por Francisco en torno a la jerarquía católica en México, cuando los reprendió por estar más cerca del poder y la riqueza, que de la feligresía y el pueblo en general. Dice el semanario que los obispos mexicanos han realizado una vida de entrega al prójimo y no a los “príncipes”, contrariamente a lo señalado por Francisco. El editorial se titula Un episcopado de altura; cierto, de altura social y económica. Ahí se enfatiza que la “Iglesia no necesita de los príncipes”. Primera noticia, desde que se constituyó como religión oficial del Imperio Romano, siempre ha estado vinculada en la alta política, en alianza y a veces en confrontación con príncipes, reyes y presidentes, reservando además para sus altas jerarquías un tipo de vida de aristócratas y magnates. Pocos son los sacerdotes y monjes, normalmente del bajo clero, que en México hoy se dedican más a la ayuda del pueblo llano viviendo como él, con sencillez y austeridad.
Hay registros de ello desde los albores de la Nueva España. Recordemos cómo Hernán Cortés solicitó a Carlos V enviar a las nuevas tierras monjes mendicantes para llevar a cabo la evangelización de los naturales americanos, pero que no fueran altos jerarcas, pues desvirtuarían la misión: “Habiendo obispos y otros prelados no dejarían de seguir la costumbre que, por nuestros pecados, hoy tienen en disponer los bienes de la Iglesia, que es gastarlos en pompas y en otros vicios, en dejar mayorazgos a sus hijos y parientes... y si ahora viesen (los nativos) las cosas de la Iglesia y servicio de Dios en poder de canónigos y otras dignidades… y los viesen usar de los vicios y profanidades... sería menospreciar nuestra fe y tenerla por cosa de burla; y sería a tan gran daño, que no creo aprovecharía ninguna otra predicación que se les hiciere”.
En efecto, llegaron primero monjes que impresionaban por su pobreza y sencillez, al grado de parecerles a los indios una especie de zombis amarillentos, cuyos hábitos eran en realidad su mortaja. Dieron ejemplo de austeridad, rayando incluso en el fanatismo (que después fue reproducido por múltiples fieles en peregrinaciones y autosacrificios). Uno de ellos, fray Antonio de Roa, vio que los indios andaban descalzos, y se quitó sus sandalias; vio que dormían en el suelo y decidió dormir en una tabla; vio que comían raíces y pobres alimentos, y se privó de cualquier antojo o gusto culinario. Cuando pasaba por una cruz, pedía que lo azotaran, lo abofetearan y le escupieran el rostro, y explicaba que todo eso y más había padecido Jesús para salvarnos del pecado. “Tanta abstinencia y falta de comida provocaba el desmayo de muchos” de los frailes, dicen las crónicas.
Fray Martín de Valencia, para privarse del gusto de manjares que se le ofrecían, les ponía ceniza que traía en todo momento para ese propósito. El dominico Francisco de Arquijo mantenía constante ayuno sin tomar siquiera “un trago de chocolate” antes de oficiar misa. Se detectaba en los hábitos de los monjes fallecidos liendres y otros bichos ahí anidados. Fray Juan Bautista decía que sólo aceptaba lavarse “en el sagrado mar de la penitencia”. Igualmente recurrían a la autoflagelación como forma de mortificar la carne y así elevar el espíritu. Fray Alonso de Escalona se desnudaba y se hacía azotar sin interrumpir su sermón. Para mortificarse, usaba cuerdas anudadas pero también cadenas con cinchos que levantaban la carne de la espalda. El jesuita Pedro Rodríguez prefería no andar descalzo, como otros; en cambio, en su calzado introducía piedras y guijarros que le llagaban los pies. Los indios realmente tomaban en serio su mensaje. Pero la alta jerarquía terminó por instalarse en estas tierras, rodeada de lujos y gran poder, contraviniendo con su ejemplo todo lo enseñado por los monjes. Esa jerarquía tiene sus prototipos en nuestros días en prelados como Onésimo Cepeda y Norberto Rivera, entre muchos otros, que literalmente son “príncipes de la Iglesia” y viven como tales. De ahí el regaño de Francisco.
Profesor del CIDE.
FB: José Antonio Crespo Mendoza