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Nunca he pensado que los candidatos mal llamados independientes (en realidad, “sin partido”) sean la panacea que ahora muchos creen, pero sí que responden a un derecho y que permiten presionar en alguna medida a los partidos, y de esa forma permitir cierta oxigenación política. En los comicios de junio me parecía que la mejor forma para presionar a los partidos era justo a través de los candidatos sin partido (previo conocimiento mínimo), pues además de representar una clara protesta a la partidocracia, sí podría tener efectos jurídicos (en caso de ganar el candidato). Pero pocos ciudadanos tuvieron esa opción. De no tener un candidato sin partido en la boleta, y de no tener una opción partidista convincente (como me ocurrió a mí), me pareció que la mejor forma de presionar a los partidos (en conjunto) era a través del voto nulo, que si bien no tiene efectos jurídicos, sí podría tenerlos políticos (más que la abstención), aunque dependiendo de su magnitud.
Ahora se habla del gran éxito de los sin partido, y se generan especulaciones y estrategias en torno suyo. Pero en número de votos, la figura representó más bien un fracaso. En la elección federal, de 17 candidatos independientes sólo ganó uno. Y en votos, sólo hubo 225 mil 500 para los sin partido, frente a casi dos millones de votos nulos (nueve veces más). Incluso en varios distritos donde había un candidato sin partido, los votos nulos fueron más. Y en Nuevo León, los sin partido sumaron 15 mil 400 votos frente a 57 mil nulos (4 veces más), y no ganó ningún candidato sin partido a diputado (federal o local). ¿Triunfo espectacular? En Jalisco no ganaron los sin partido (salvo el diputado local Kumamoto), sino Movimiento Ciudadano, un partido sin más ideología que el oportunismo (como la mayoría). El éxito de los sin partido no fue pues cuantitativo, sino cualitativo, y eso gracias a que El Bronco ganó la gubernatura de Nuevo León. De no haber sido así, no estaríamos hablando de los sin partido como opción para 2018, sino como un pequeño —mínimo— avance ciudadano.
Pero dada la importancia del cargo que ganó El Bronco, hay ahora reacciones para dificultar la figura en varias entidades, o esfuerzos por garantizar su viabilidad a nivel nacional, y cálculos políticos a partir de esta figura. La iniciativa del PAN merece análisis cuidadoso; vuelve a reflejar cierta pretensión progresista del centro frente al feudalismo de los estados. En todo caso, me sumo a la demanda de quienes firmaron hace algunos días un desplegado exigiendo terreno parejo a los sin partido, y también la idea ahí expresada de que no se trata de desaparecer a los partidos ni sustituirlos con puros candidatos sin partido, lo que traería más bien desorden e ingobernabilidad. Se busca presionar a los partidos para que modifiquen varias reglas del juego, que permitan a los ciudadanos contar con más y mejores mecanismos para llamar a cuentas (premiar y castigar) a los propios partidos y gobernantes de ahí emanados. Pero no sólo castigar a un partido favoreciendo a otro (el voto de “castigo”, que no se ha traducido en menor corrupción ni impunidad) sino a todos como sistema (partidocracia) por sus comunes abusos y corruptelas. ¿Pueden ayudar a eso los candidatos “sin partido”? Sin duda, pero no hay garantía que eso se traduzca en menor corrupción e impunidad (habrá que ver qué hace El Bronco).
Se especula ya sobre diversas estrategias en torno a esta figura; A) facilitar dichas candidaturas para que el voto se fragmente y el candidato del PRI (o en su caso, del PAN), pueda ganar en 2018. Y B) fortalecer a un candidato sin partido capaz de hacer frente y ganarle a Andrés Manuel López Obrador, dado que es puntero y las circunstancias parecen favorecerle. No me sumo a ninguna de tales estrategias, pero entiendo que muchos las estén considerando seriamente. Simplemente creo que los ciudadanos deben tener opciones por fuera de los partidos como una palanca de presión a éstos (al menos por ahora), pese a los riesgos políticos e institucionales que implica esta figura.
Profesor del CIDE