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En relación al enorme descontento que hay respecto de los partidos políticos y la clase política en general, se ha dicho que prevalece un discurso antipolítico que puede mermar la viabilidad del ensayo democrático y derivar en experimentos autoritarios o, del otro lado, en ingobernabilidad. Conviene distinguir entre lo que podríamos llamar un discurso propolítico y otro antipolítico, porque puede haber confusiones y malentendidos. Quienes se ubican en el discurso propolítico critican a quienes rechazan a los partidos políticos como vía inevitable en la gobernación de una democracia moderna de masas. Se condena también que se igualen a los partidos, cuando en realidad son opciones distintas en sus definiciones ideológicas y propuestas programáticas. Se reprueba que se quiera desaparecer a todos los partidos y sustituir los mecanismos representativos, bien con un liderazgo carismático y esencialmente honesto (un rey platónico), o con una democracia directa sin intermediación entre ciudadanos y Estado. Se reprueba que se parta de una visión maniquea donde los ciudadanos de a pie son honestos, éticos y responsables, en tanto que quienes se dedican a la política son tramposos, mentirosos y corruptos, al grado de creer que incluso cuando un político deja su partido y se vuelve “independiente”, se purifica de los pecados cometidos en su anterior vida partidaria.
Existe en efecto ese discurso, y también yo lo critico por considerar que no corresponde a la realidad. Pero existe el riesgo de irse al otro extremo, y que el discurso excesivamente propolítico no quiera detectar los problemas reales para intentar corregirlos. El discurso propolítico puede volverse demasiado complaciente con partidos y políticos, considerando sus abusos como parte esencial e inevitable de la política, incluso en un contexto democrático. Se puede caer en la defensa automática de instituciones (como el INE y los propios partidos), justificando sus errores en lugar de detectarlos y criticarlos, para corregirlos. Y se asume que lo que vivimos es ya una auténtica democracia representativa. Es otro tipo de idealismo aunque se presente como realismo político. Cabría preguntar, si todo eso es así, ¿por qué sólo 19 por ciento de los mexicanos está satisfecho con nuestra democracia, ocupando el último lugar de América Latina?
Me parece que entre el discurso propolítico y el antipolítico hay una gama con muchos puntos intermedios. En mi caso, creo que hemos logrado pluralismo político y un grado básico de competitividad electoral, necesarios para tener una democracia representativa, pero no suficientes para que dicha democracia opere eficazmente. Que por tanto, lo que tenemos es una oligarquía de partidos que abusa de su poder compartido, a raíz de un acuerdo implícito de impunidad entre ellos. Partidos que aprovechan la legitimidad que se les otorga en las urnas para hacer y deshacer a su arbitrio, sabiendo que no contamos con mecanismos eficaces de rendición de cuentas. No creo que todos los partidos sean iguales, pero sí que todos, en mayor o menor medida, incurren en abusos y corrupción, y que se han unido en la defensa de sus privilegios comunes. Que por tanto no se da la debida democracia representativa, pues los ciudadanos quedan inermes ante tales abusos, a falta de mecanismos eficaces para ejercer premios o castigos a todos los partidos en su conjunto. Que los partidos desvirtúan o usan en su beneficio los mecanismos de participación y vigilancia que eventualmente nos conceden. Y creo que todo ciudadano, con o sin partido, propende a abusar del poder cuando lo tiene. El problema no es en efecto de personas, pero sí de las reglas del juego. Por lo cual, me parece que debe presionarse a los partidos, no para que desaparezcan, sino para que acepten mecanismos eficaces de control ciudadano, y así generar estímulos potentes para prevenir o en su caso castigar, los abusos y la corrupción, dando fin a nuestra endémica impunidad. La crítica y la presión ciudadana en una democracia son esenciales; no conviene identificarlas siempre con un discurso antipolítico.
Profesor del CIDE