Guatemala es un país con menor desarrollo que México en varios rubros, y sin embargo nos ha rebasado claramente en materia democrática (lo que no garantiza que no pueda sufrir retrocesos, como ha ocurrido en otros países latinoamericanos). Aquí el Presidente habla de combatir la corrupción mientras invita a su informe a numerosos corruptos conocidos, los abraza y celebra. Allá la ciudadanía se movilizó durante 19 semanas, y los poderes del Estado mostraron suficiente autonomía como para cumplir el papel de contrapeso que institucionalmente se les ha conferido. Pero hay otro factor clave allá: la Comisión Internacional Contra la Impunidad de Guatemala (CICIG), dependiente de Naciones Unidas. El factor internacional ha sido decisivo en la democratización de la última oleada (y de las anteriores, en ciertos casos, también). Un país puede atrofiarse internamente y la clase política asumir todos los hilos del poder como para impedir la democratización en una o varias de sus facetas. Pero la presión internacional puede destrabarla. Incluso la democratización electoral y el pluralismo político experimentados en México en los últimos años, tuvo como acicate las democratizaciones en otras partes del mundo y la presión internacional (en particular, la norteamericana) para una mayor apertura electoral. Eso ocurrió entre 1988 y 2000 en México, en materia electoral. Sin embargo, dicha apertura, incluyendo la alternancia presidencial de 2000, abrió una importante válvula de escape pero no se tradujo en una eficaz rendición de cuentas. Los partidos distintos al PRI prefirieron participar de la corrupción en lugar de combatirla seriamente. Y es la hora en la que la corrupción y la impunidad siguen imperando. Ningún partido se muestra particularmente interesado en terminar con esa situación, de la que se benefician en distinto grado.

¿Haría falta una Comisión Internacional de la ONU en México para avanzar significativamente en esa meta? Me parece que sí. Desde luego, el nacionalismo ramplón y dogmático que nos caracteriza sirvió para preservar los privilegios e impunidad del régimen priísta, y ahora puede también hacerlo con el régimen partidocrático que lo reemplazó. Los “nacionalistas” dirán que tenemos la capacidad suficiente para encargarnos de nuestra propia corrupción e impunidad (igual se dijo que la teníamos para mantener al Chapo en prisión).

Pero la verdad es que muchas de nuestras instituciones están imbricadas en el goce de privilegios y corruptelas de distinto tipo y cuantía. Pero no es sólo del Ejecutivo (patrimonialismo de cuates, bancos y presas privadas), sino el Legislativo (moches, millonarias partidas secretas, tráfico de influencias) y qué decir del hediondo Poder Judicial. Y las instituciones autónomas, tan celebradas, pronto se desvirtuaron partidizándose y poniéndose al servicio de la casta política (un ejemplo reciente, pero no el único, fue la decisión del INE de minimizar las múltiples y sistemáticas trampas y desacatos del Partido Verde, y su resolución de devolver a los partidos el dinero que no utilizaron para lo único que estaba autorizado: las campañas. El INE sirve a sus patrones, que no somos los ciudadanos).

Hay aquí una paradoja; la ONU ofrece su ayuda y es aceptada en países con gran debilidad institucional (que salen de dictaduras o guerras civiles), mientras que es rechazada por países con cierta fortaleza institucional, como México. Pero justo por eso, nuestras instituciones son herencia del régimen autoritario, los cambios que sufren son cosméticos, y las reformas legales, rápidamente desvirtuadas. Son parte de una institucionalidad putrefacta y anquilosada que sólo sabe dar vueltas en círculos. Tendríamos que plantearnos seriamente la conveniencia (urgencia) de aprovechar la ayuda de órganos internacionales para destrabar el círculo vicioso de corrupción, complicidad e impunidad. De otra forma, no hay mucho para dónde hacerse.

Profesor del CIDE.
www.trilogiadelaconquista.com

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