En días recientes, un grupo de ciudadanos recaudó cerca de 124 mil firmas electrónicas para exigir la destitución de la diputada federal por el PRI, la comediante Carmen Salinas. El caso no se parece a la exigencia de retirar el registro al Partido Verde, porque en tal caso ese partido claramente había incurrido en las causales que justifican la eliminación de su registro, por más que el INE —un auténtico elefante blanco— se haya sacado de la manga inverosímiles argumentos para mantenerlo. En cambio con Salinas no hay sustento legal para deponerla. Cumple con los requisitos para ser votada como legisladora, el PRI tiene todo el derecho de haberla postulado como candidata plurinominal —lo hizo para jalar votos—, y los electores que votaron por ese partido implícitamente lo hicieron también por la comediante. Nada que objetar jurídicamente.

Cosa diferente es que muchos consideremos que no es ése el perfil que quisiéramos en los legisladores, por su falta de preparación y trayectoria en las lides parlamentarias. El problema está en otro lado. Primero, no es la única legisladora que podría ser cuestionada; las listas de plurinominales suelen estar plagadas de impresentables (corruptos, juniors, cuates, improvisados) que entran con pase automático y eso lo aprovechan los partidos. Pero los electores saben —o deberían saber— que al votar por algún partido lo hacen también, indirecta pero claramente, por sus listas plurinominales, esté quien esté como candidato. Nadie forzó a los electores a votar por tal o cual partido (quizá les compraron su voto, pero eso también es voluntario, aunque ilícito). Quien voluntaria y conscientemente vota por un partido, lo hace en automático por sus candidatos plurinominales. Deben atenerse a las consecuencias de su decisión (no ocurrió así con los pocos que votaron por un independiente; 0.56% en la federal, pues ahí no hay lista de pluris). No es el PRI el único partido que ha postulado figuras públicas. Y lo hacen no por la experiencia o preparación que tengan —que suele ser escasa o inexistente— sino porque cuantiosos ciudadanos votan por la popularidad del personaje; los partidos conocen de la ignorancia, desinformación e indolencia política de muchos —muchísimos— ciudadanos, y la aprovechan en su beneficio. Y por eso en el PRI planearon la boda de Enrique Peña Nieto con la popular Gaviota, actriz de telenovelas. Ahí está también Cuauhtémoc Blanco como alcalde de Cuernavaca. Políticamente absurdo. Y el popular cómico Héctor Suárez ayudó a Encuentro Social a obtener su registro… aunque ese partido se perfile para ser satélite del PRI. La culpa no es pues del candidato o partido en cuestión, sino de quienes por ellos votan.

Y por otro lado, el problema está en la ley, que justo permite que los partidos decidan el orden de candidatos en las listas plurinominales (listas cerradas). Lo que podría y debería hacerse no es eliminar los plurinominales, sino queremos reducir drásticamente el pluralismo, como lo sugiere la elección de este año, que castigó a los grandes y premió a los chicos (aunque no entiendo qué les premiaron). La presión debiera orientarse a cambiar la ley a favor de listas abiertas, en que el ciudadano elija el orden de los candidatos ganadores. Y también incluir la revocación de mandato legislativa, cuando haya elementos para ello (termina la impunidad política). Pero sin presión ciudadana, los partidos no responden (a veces, ni ella).

Es probable que con listas abiertas Carmen Salinas no sería legisladora… o quizá sí, porque la popularidad televisiva o deportiva es un criterio más importante para muchos que la preparación o la experiencia política. Como sociedad nos la merecemos, y a Blanco, y a muchos otros malos legisladores, alcaldes y gobernantes. Por ellos votamos (directa o indirectamente). También nos merecemos a los partidos —incluido el Verde— que se aprovechan de nuestra tolerancia y docilidad política expresada en las urnas (aunque luego despotriquemos contra ellos en las encuestas, que poco efecto político tienen).

Profesor del CIDE.

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