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México es un país en general rezagado respecto de muchos otros; nos gusta ir a la zaga en espera de que los demás tomen la iniciativa, y ya una vez muy avanzados aquellos, damos algunos tímidos pasos en esa misma dirección. En materia democrática es claro que vamos también retrasados, incluso respecto de nuestros “pares” de América Latina, muchos de ellos incluso con problemas similares o mayores en materia de pobreza y desigualdad. Pero van más adelante en materia democrática. Una asignatura pendiente del avance democrático lo fue la alternancia presidencial en forma pacífica; antes del año 2000, México nunca la había experimentado mientras que varios países latinoamericanos, incluyendo a los centroamericanos, ya la habían registrado. Finalmente llegamos a esa cita. Pero el acceso abierto y competido al poder es uno de los dos principales pilares de la democracia; el otro es el control sobre el ejercicio del poder y la posibilidad de llamar eficazmente a cuentas a representantes y gobernantes, incluyendo al propio jefe de gobierno. Y en eso, estamos muy atrás todavía respecto de nuestros hermanos latinoamericanos.
No sólo en varios de esos países han llamado ya a cuentas a ex presidentes e incluso presidentes en funciones, que han abusado del poder de una u otra manera (desde asesinatos y guerras sucias, hasta actos de corrupción). Hoy mismo, tanto en Brasil como en Guatemala asistimos a grandes movilizaciones de ciudadanos exigiendo la renuncia de sus respectivos presidentes por escándalos de corrupción, mismos que ya cobraron importantes piezas políticas (altos funcionarios en Brasil, miembros del gabinete y la ex vicepresidenta, en Guatemala). El Congreso guatemalteco estudia la posibilidad de quitar la inmunidad al presidente. Evidentemente, esos países muestran mucho menor tolerancia hacia la corrupción de lo que lo hacemos los mexicanos, que la vemos pasar en nuestras narices con apenas algún ruido en las columnas y comentarios en los medios, pero ninguna movilización o paro o algo que se le parezca. Al contrario, cada tres años relegitimamos en las urnas a nuestra corrupta casta política.
El informe del secretario de la Función Pública, Virgilio Andrade, refleja lo lejos que estamos de la rendición eficaz de cuentas, en particular respecto del jefe del Ejecutivo. Se sostiene que no pudo haber habido conflicto de interés pues en el momento en que se adquirieron las famosas casas, ni Enrique Peña Nieto ni Luis Videgaray eran funcionarios (aunque en este último caso, Bloomberg dice lo contrario). Pero eso señala la ley, y no extraña, porque las leyes mexicanas están hechas de tal manera que deliberadamente abren varios huecos y hoyos por donde los funcionarios corruptos hacen de las suyas sin que pueda demostrárseles el ilícito. Se esperaba que con la alternancia en distintos niveles de gobierno dicha normatividad tramposa y elusiva cambiaría, pero no; los nuevos partidos gobernantes prefirieron participar del banquete de la corrupción en lugar de combatirla seriamente. Y cuando alguien muestra voluntad para llamar a cuentas a algún corrupto, se topa con una ley hecha para evadir toda responsabilidad, más que para sancionar.
Pero lo más significativo de esta investigación fue que apareciera el Ejecutivo como juez y parte, una aberración en cualquier proceso de justicia que se precie de serlo: ¿quién siendo juez de su propia causa se va a autocondenar? Debió la investigación correr a cargo de una comisión externa al Ejecutivo, del Poder Legislativo por ejemplo (con participación multipartidista y no proporcional a su presencia en el Congreso, pues eso carga los dados), o del Poder Judicial, como sucede en cualquier país democrático digno de ese nombre. Pero en ese sentido llama la atención el caso de Guatemala, donde la propia procuradora general de la República, nombrada por el presidente Otto Pérez Molina, le sugiere que renuncie. Así pues, si algo nos dejó en claro el informe de Virgilio Andrade, es lo rezagados que estamos en materia de rendición de cuentas, ese elemento definitorio de la democracia, sin el cual un régimen político no puede ser considerado como tal.
Profesor del CIDE