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Clinton como mal menor. En la política (como en la vida) no suele haber grandes márgenes para esperar lo mejor, pero el éxito de Hillary Clinton desplazaría lo peor. Aquí cotejo la fiesta que anoche le abría paso a la candidatura demócrata a la esposa del ex presidente con una recomendación de esperar lo mejor, pero estar preparados para lo peor, remitida a los amigos y aliados de Estados Unidos por el ex editor de The Economist, Bill Emmott, ante la candidatura presidencial de Donald Trump.
Pero para prepararse para lo peor hay poco tiempo: vienen tres meses de suspenso, de aquí al 8 de noviembre. Y todavía está por verse si a este suspenso seguirán al menos cuatro años de pánico ante la ya no remota posibilidad de un triunfo republicano. ¿Cómo blindar en estas semanas los derechos de nuestros migrantes y los acuerdos comerciales en que se sustenta buena parte de la economía mexicana?
Lo más grave es que el fenómeno Trump se inscribe en la cresta de una ola que apunta a las democracias del resto del mundo, incluida la incipiente mexicana: la ola antiestatal, antisistema, antipartidos en que confluyen a escala global los seguidores de estos movimientos: libertarios, anarquistas, nacionalistas o expresiones llanas de frustración por la reiterada violación de expectativas que dejan los sistemas políticos. Subrayo los seguidores para diferenciarlos de sus líderes que, tras esa cauda antiestablishment, suelen establecer sus propios controles sobre estados, partidos y sistemas de poder.
Anormalidad. Varían las estrategias de estos liderazgos: Trump se impuso sobre las estructuras y las dinastías del viejo Partido Republicano con la bandera de romper los acuerdos internos en políticas de migración y salud, y los compromisos externos, comerciales y militares, porque todo ello, en su discurso, habría erosionado la grandeza de su país. En Venezuela, el chavismo perpetuó su poder sobre los escombros de los partidos históricos y ahora deja en escombros a todo el país. En España, Iglesias construyó su propia organización, Podemos, para acabar con el así considerado nefasto reparto bipartidista del poder, y el país va para 8 meses sin gobierno. En México López Obrador creó Morena con la proclama de destruir la ‘mafia del poder’ integrada, en este discurso, por todos los demás partidos, mientras otros actores más emprenden sus propios proyectos alternos de poder por la vía de las ‘candidaturas independientes’.
Y aquí hay un acierto de Emmott sobre el fenómeno Trump: el concepto de ‘anormalidad’ respecto de las reglas del juego de las democracias modernas. Éstas prescriben la alternancia de partidos en el poder, pero sin rupturas traumáticas de los acuerdos alcanzados por la comunidad nacional y de ésta con el mundo. Estos acuerdos, conforme a esas reglas, no tendrían que estar en juego en un proceso electoral ordinario, aunque sí parecerían estarlo en los discursos del candidato republicano y en otros de los ejemplos citados.
Despolitización de la política. El éxito de los liderazgos de los tiempos del pánico parecería basarse en una inverosímil autovictimización y precisamente en la siembra del pánico ante el otro: el diferente, el migrante, el vecino, el político, el socio, como amenazas a lo propio. Un individualismo feroz llevado en el caso de Trump a un nacionalismo que propone la ruptura de acuerdos internos y externos como vía para que Estados Unidos ‘recobre su grandeza’, el blanco su supremacía y el imperio su capacidad de imponerle su ley al resto del mundo, como mandato de esta elección de 2016.
Mientras tanto, en México, aparentemente ajenos al imperativo de preparar al país para la anormalidad que se gesta en su vecindario norte, empiezan a ocupar el escenario rumbo a 2018 actores dispuestos a construir sus propias anormalidades a partir de la explotación de las frustraciones de los sectores medios —con su propio, acendrado individualismo— desde un discurso alucinante de despolitización de la política.
Director general del Fondo de Cultura Económica