Conforme transcurre la vida, los ciudadanos se acostumbran al “orden de las cosas” y se preguntan menos sobre éste. Esas inercias determinan el bienestar de las personas en lo fundamental. Se trata de decisiones que otros toman por nosotros sin que medie reflexión y explicación sobre las mismas.

Durante los últimos 33 años, una de esas decisiones es la mezcla entre consumo privado y consumo público que nos aplica. En el caso de México, al hablar de bienes de consumo público, es importante distinguir dos tipos. Primero, lo que en economía se denomina “bienes públicos”, esto es, aquéllos para los cuales el consumo de uno no impide el consumo por otros. Los ejemplos más socorridos son el alumbrado público y la seguridad pública. Segundo, aquéllos provistos por instancias gubernamentales, cuando el consumo de una persona rivaliza con el de otra. Los ejemplos más frecuentes son la educación pública, los servicios de salud, la provisión de agua, el transporte y la movilidad, la “impartición de justicia”, entre otros.

La decisión entre consumo público y privado la determinan los gobiernos. Hoy México enfrenta una crisis de “subconsumo público”, producto de decisiones tomadas por décadas, bajo el argumento de que es preferible limitar la provisión de bienes públicos “puros” y de bienes “provistos” por el sector público, a fin de que el ciudadano consuma más bienes privados. El resultado es una dramática insuficiencia y deterioro de bienes públicos. Existe gran inseguridad, educación insuficiente y de mala calidad, salud a la que no tienen acceso todos los mexicanos, suministro de agua potable limitado y de mala calidad, contaminación de agua y aire, tráfico pesado y constante, falta de infraestructura.

Dada esa realidad, no es difícil imaginar que muchos ciudadanos desearían una mayor oferta de bienes públicos. Sin embargo, no se oye hablar del movimiento #pormásbienespúblicos.

¿Cuál es la racionalidad que supuestamente sustenta este resultado en el fondo indeseado por un número sustancial de ciudadanos? El argumento parte de señalar que es indispensable mantener el balance fiscal en montos bajos y financiables. Es imposible estar en desacuerdo con esa máxima esencial de política macroeconómica. Sin embargo, el mismo balance fiscal puede alcanzarse con montos muy diferentes de ingresos y de erogaciones (gasto e inversión) del sector público.

La característica esencial del “equilibrio fiscal mexicano” es que se basa en el gasto público más bajo de la OCDE. Mientras el promedio del gasto total del gobierno de los países de la OCDE (federal, estatales, municipales y seguridad social) es equivalente a 41.2% del PIB, en México es sólo 24.4%. Las diferencias del gasto per cápita son mayores (18 mil 101 y 4 mil 170 dólares, respectivamente). Es evidente que la oferta y calidad de bienes públicos que pueden ofrecer/proporcionar son muy diferentes en ambos casos. Huelga decir que para alcanzar una mayor oferta de bienes públicos se requieren más ingresos, sea por que se cobren precios y tarifas suficientes por los servicios provistos por el gobierno, o sea por mayores impuestos.

En México esa discusión está ausente. ¿Qué respondería la ciudadanía si se plantearan mayores erogaciones públicas (sin mayor ineficiencia y corrupción) basadas en un aumento gradual de precios y tarifas de los servicios públicos y en el cobro por aquéllos que hoy no se cobran o se cobran mal, y en fortalecer la recaudación, por medio de reducir a la PEA que no paga impuestos (informalidad) y mediante un aumento de impuestos, por ejemplo la generalización del IVA? La pregunta resulta ociosa, porque nadie la plantea. El “estado de las cosas” hace que se imponga un patrón de subconsumo público, lo que implica continuar con todas las insuficiencias y deficiencias mencionadas arriba.

Muchos diputados, senadores, secretarios de Hacienda y Presidentes han tomado la decisión de dejarnos en ese “subconsumo de bienes públicos”, pero ninguno argumenta por qué. Mientras sigamos así, nos seguiremos ahogando en el tráfico, la contaminación atmosférica, la del agua, la inseguridad, etcétera. Es una tragedia, producto de decisiones de quienes no quieren reconocerlo.

Economista

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