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“Crimen de responsabilidad” fue la causal que invocó la mayoría del Senado brasileño para dejar a la presidenta Rousseff sin presidencia por 180 días, a fin de someterla a juicio político y eventualmente destituirla del cargo. Se recurrió a una fórmula abstracta para sancionarla con el máximo castigo político que es la suspensión del cargo, por irregulares manejos contables, lo cual es una práctica indebida, pero no un delito.
El impeachment que abre la puerta a una severa crisis institucional se explica por una serie de factores que han provocado una ola de indignación social en contra de la clase gobernante. La recesión económica de los últimos dos años, después de una época de promisorios niveles de crecimiento y de reducción significativa de la pobreza; el desempleo y la inflación que llega a 9% anual, además de los crecientes escándalos de corrupción que involucran a más de la mitad de los legisladores brasileños, alimentan el hartazgo que se vuelca en contra del gobierno en turno.
Pero la caída de la presidenta Rousseff no habría sido tan rápida y contundente sin los incentivos institucionales que han cobijado al proceso. Al igual que en cualquier democracia presidencial, en la brasileña las disposiciones constitucionales y legales garantizan que el jefe del Ejecutivo se mantenga en su encargo por el plazo estipulado —cuatro o seis años—, en virtud de que emanó de un proceso electivo que lo legitima. La suspensión de un periodo presidencial sólo se justifica por circunstancias extremas, o por delitos graves que atenten contra la integridad de las instituciones del Estado, o que obstaculicen su funcionamiento, pues el objetivo último es mantener la estabilidad política.
Encuentro dos factores institucionales que desataron los intereses que pugnan por hacerse del poder, ayudando a que prosperara el juicio político: 1) la gran fragmentación del sistema de partidos brasileños y 2) que la vicepresidencia estuviera en manos del líder de un partido diferente al PT.
La pluralidad política brasileña se expresa en una multiplicidad de partidos que ha impedido que uno solo pueda obtener la mayoría absoluta que se requiere para ganar la presidencia. La fragmentación de la representación política obligó a Rousseff a armar una amplia coalición electoral que no estaba cifrada en coincidencias ideológicas o programáticas, lo cual fue dificultando el ejercicio gubernamental y el desarrollo de las políticas de izquierda.
De otra parte, para lograr la alianza electoral se negoció que la vicepresidencia quedara en manos de Michel Temer, líder de un partido de centro derecha, el PMDB (Partido Movimiento Democrático Brasileño). En los sistemas presidenciales, el vicepresidente es quien, en ausencia del presidente, asume inmediata y plenamente el poder, de ahí que existan incentivos para que el segundo en la jerarquía busque desplazar al titular. Además, en este caso, está previsto que si dentro de seis meses se destituye a la presidenta, el mismo Temer se mantendrá en el cargo hasta que concluya el actual periodo presidencial en 2018.
En los regímenes presidenciales en donde existe la figura de la vicepresidencia, una de sus facultades es tomar el lugar del presidente ausente, o sea, tiene la función de proteger la gobernabilidad en una situación de emergencia. El problema en Brasil es que la vicepresidencia no quedó en manos de alguien del mismo partido de la Presidenta y ello dificultó no sólo la relación entre las dos figuras, sino que avivó la tentación de empujar la salida de Rousseff.
El juicio político ha polarizado al país, de ahí que la estrategia que sigan los seguidores del PT será clave para sortearla. Lo que está en juego ahora no es sólo la presidencia, sino la sustentabilidad misma de la democracia brasileña.
Académica de la UNAM.
peschardjacqueline@gmail.com