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El atropellado proceso parlamentario que finalmente llevó a la aprobación de las leyes del Sistema Nacional Anticorrupción, mostró que los legisladores no sólo están renuentes a ser sometidos a un mayor escrutinio público, sino que son incapaces de distinguir entre la esfera pública y la privada.
Si convenimos que una definición básica de la corrupción es el abuso de la función pública para beneficio personal, entenderemos por qué buena parte de las leyes del sistema anticorrupción están orientadas a atajarla en el ámbito de lo público, de lo estatal. Pero, la corrupción no es privativa del sector público; ocurre en el privado y de manera particular, en la relación entre las empresas y los gobiernos. Los pagos extraoficiales, los sobornos a servidores públicos para “agilizar” la obtención de permisos o licencias, o para ganar licitaciones, contratos y hasta juicios, son ejemplos de prácticas que inundan nuestro escenario cotidiano de la corrupción y su otra cara, la impunidad.
Sabemos, por los trabajos de la Cumbre Internacional Anticorrupción de mayo pasado en Londres, que a diferencia de otros delitos, la corrupción se ha vuelto cada vez más sofisticada, al punto que es “una práctica bien estructurada”. Por ello, el abordaje del tema no admite visiones simplificadoras como las que mostraron nuestros legisladores al momento de aprobar la Ley General de Responsabilidades Administrativas.
Haber incorporado a última hora el artículo 32 para obligar a particulares (personas físicas o morales), que reciban o ejerzan recursos públicos, a publicar sus declaraciones fiscales, patrimoniales y de intereses es ignorar que se trata de una legislación sobre las responsabilidades de los servidores públicos. Su desempeño, a diferencia del de los privados, no puede ir más allá de lo que la ley expresamente les mandata y los recursos que ejercen corren la misma suerte.
Pretender que la mencionada ley abarcara a los privados es, como se ha dicho, un despropósito mayúsculo. No creo que la motivación de los partidos para respaldar el artículo 32 haya sido una revancha contra los empresarios que apoyaron la Ley 3de3. De ser así, se confirmaría su falta de cálculo político, pues lejos de generarles una ganancia, los ha enemistado con el sector privado, que ahora se ha sumado a los que el gobierno y su partido tienen ya levantados en su contra.
La decisión se desprende de una lectura simplista de la reforma en transparencia que amplió la lista de sujetos obligados para incluir, además de a los entes públicos, a los privados que reciben o ejercen recursos públicos. Una cosa es pedir transparencia a los privados, respecto del dinero público que reciben, a fin de tener un mejor control del destino de los recursos del erario y otra distinta es trasladar las exigencias de un sector al otro, provocando una intromisión indebida en un espacio que el Estado está obligado a proteger. Está claro que la norma de transparencia responsabiliza a los particulares sólo respecto del dinero público que reciben y que en la mayoría de los casos, la obligación será cubierta por los propios entes gubernamentales que erogan el recurso, justamente porque las personas involucradas son de distinta naturaleza, pues van desde empresas con importantes contratos gubernamentales, hasta becarios o beneficiarios de programas sociales.
No sorprende que los legisladores no hayan reconocido su error al incluir el artículo 32 en la referida ley; nuestros políticos ignoran el valor de las disculpas públicas, quizá porque piensan que con negar la responsabilidad, exorcizan la culpa. La protesta empresarial y la fuerte crítica de la opinión pública y publicada, que ya se desataron, reclaman una acción correctiva ejemplar.
Académica de la UNAM.
peschardjacqueline@gmail.com