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Mucho se ha debatido si la visita papal sería más pastoral que política. El papa Francisco insistió que venía como peregrino de valores y mensajes espirituales y, aunque cumplió con el protocolo de visita de Estado al reunirse con la clase política en Palacio Nacional, no aceptó acudir a la sede del Congreso de la Unión. Empero, es indudable que su agenda como líder espiritual está llena de contenidos políticos.
La combinación de lo pastoral con lo político se reflejó desde el itinerario mismo que seleccionó para visitar ciudades que son representativas de los problemas sociales más graves que enfrentamos, marcados por la desigualdad y la violencia, hasta en el discurso de mayor densidad que pronunció en su primer día en la CDMX frente a la jerarquía católica en un evento de carácter privado.
No es casual que el Papa fuera a Ecatepec que es la ciudad con el mayor número de feminicidios registrados del país; que vaya a Chiapas, emblema de la injusticia ancestral que padecen los indígenas y que como dijo el Papa “aún esperan que se les reconozca efectivamente la riqueza de su contribución y la fecundidad de su presencia”; a Michoacán, acosado por el narcotráfico, que como dijo “es un desafío ético y anticívico para los jóvenes y la sociedad mexicana” y a Ciudad Juárez que condensa las penurias de la migración interna y externa y simboliza el acoso que siguen sufriendo las mujeres.
En su mensaje a los jefes de la Iglesia católica mexicana, el Papa fue enfático en centrarse en referencias religiosas y en invocar a sus predecesores que visitaron nuestro país. A partir de la figura de la Virgen de Guadalupe y de la necesidad de cobijarse en “el regazo de la fe cristiana”, es decir, desde un discurso eclesiástico, se refirió a la desigualdad y la injusticia, porque “las fronteras se han vuelto permeables a la novedad de un mundo en el que la fuerza de algunos ya no puede sobrevivir sin la vulnerabilidad de los otros”. Su confianza en el valor de la comunicación hizo que hablara de “la irresistible hibridación de la tecnología que hace cercano lo que está lejano, pero lamentablemente hace distante lo que debería estar cerca”. Aconsejó a los prelados que no pierdan el tiempo y las energías en cosas secundarias, “en habladurías e intrigas, en vanos proyectos de carrera y vacíos planes de hegemonía, infecundos clubes de intereses”. También los conminó a no tener miedo a la transparencia y a no caer en “la paralización de dar viejas respuestas a nuevas demandas”. Con una retórica abstracta y de frente a sus pares de la Iglesia, entró al fondo de muchos de los dilemas de quienes tienen una posición de autoridad, religiosa o política. Bien harían en tomar en consideración su discurso tanto nuestros obispos y cardenales, como nuestros políticos de todos los signos ideológicos.
El Papa se puede dar el lujo de hablar de los problemas sociales y políticos que nos aquejan y de proponer qué actitudes adoptar al respecto, sin desviarse de su carácter de jefe espiritual de más de 80% de los mexicanos; su liderazgo moral se lo permite y le inyecta fuerza política a sus mensajes. En cambio, nuestra clase política poco puede ganar para su mermada credibilidad, rebasando las barreras entre lo público y lo religioso, asistiendo a la ceremonia en la Basílica de Guadalupe y participando activamente de sus rituales, como lo hizo el presidente Peña Nieto al comulgar en la misa oficiada por el Papa. La misma confusión ocurrió con la publicación de una carta abierta al Pontífice, de parte del grupo parlamentario del PAN, con la justificación de que Francisco es también un jefe de Estado. Es un mal cálculo de nuestros gobernantes quebrantar, en las formas, las fronteras del Estado laico, pensando que ganarán el respaldo de la población. Recordemos que en política, la forma es fondo.
Académica de la UNAM
peschardjacqueline@gmail.com