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La fiesta de toma de posesión de El Bronco y su declaración de que ningún miembro de su gabinete militará en un partido político es la expresión clara de que su apuesta por las candidaturas independientes está en la personalización de la política como fórmula para “limpiar la casa”.
Las candidaturas independientes llegaron para quedarse, a pesar de los esfuerzos de algunos gobiernos estatales por atajarlas, incrementando los requisitos para su registro. Es más, los intentos de doce legislaturas estatales por aprobar reformas a sus leyes electorales para obstaculizar a los candidatos independientes, resultaron contraproducentes, pues provocaron un alud de protestas tanto de parte de destacados intelectuales (“Por una cancha pareja para candidatos independientes”), como de las propias dirigencias nacionales de los partidos políticos y hasta de ministros de la Suprema Corte de Justicia.
El dirigente nacional del PRI interpuso una acción de inconstitucionalidad en contra de la reforma regresiva lanzada por el gobernador de Puebla y el líder del PAN fue más allá al proponer una reforma constitucional para reducir a 0.5 por ciento el porcentaje de firmas necesarias para respaldar a un independiente (en algunos estados como Tlaxcala se exige hasta el 12 por ciento), además de demandar mejores condiciones de acceso a medios de comunicación y al financiamiento público y privado.
Está claro que urge una reforma constitucional para nacionalizar la regulación de las candidaturas independientes y asegurar condiciones equitativas de competencia. Pero, derivar de ahí que son la solución para nuestros problemas de corrupción, o siguiendo al Bronco, que los independientes cavarán la tumba de los partidos para dignificar a la política, hay un abismo.
El problema de la reflexión actual sobre las candidaturas independientes es que parte de un esquema maniqueo de partidos corruptos vs. independientes probos, incapaz de abrir una argumentación sólida que supere la pulsión antipartidos.
Para valorar en su justa dimensión a las candidaturas independientes, hay que considerar que la personalización cobija la ingenuidad política, pues detrás de los independientes pueden ocultarse intereses tanto políticos como empresariales. Hay que recordar que cuando en 2009, el presidente Calderón envió una iniciativa al Congreso para introducir en la Constitución a las candidaturas independientes, el argumento en contra de Beatriz Paredes, que entonces lideraba la fracción priísta de los diputados, fue que abrirían la puerta a los poderes fácticos. La sobredimensión de las cualidades personales de un candidato puede abrir la puerta a intereses que no desean exhibir su nombre.
Los independientes pueden ayudar a impulsar la democratización interna en los partidos políticos para que tengan mejores candidatos, pero esa exigencia no les aplica porque los independientes no surgen de una deliberación abierta, sino de un cálculo personal. Además, los independientes alientan la fragmentación de la representación política, dificultando acuerdos parlamentarios y coaliciones de gobierno, que en un esquema pluralizado como el que ya vivimos, estimula bloqueos entre los poderes públicos, más que colaboración.
Si como se vislumbra de cara al 2018, surgen varios candidatos presidenciales independientes, el voto se atomizará y el ganador podrá surgir de una votación cercana al 20 por ciento. Ello favorecerá al partido con la maquinaria más cohesionada porque con poco esfuerzo podrá ganar, pero la legitimidad del triunfador será reducida y complicará la formación de acuerdos o coaliciones de gobierno. Urge, por ello, que se legisle para permitir que los independientes vayan en coalición electoral con los partidos, para que sean una palanca para renovar el sistema de partidos, no para desfondarlo.
Académica de la UNAM
peschardjacqueline@gmail.com