El 1 de septiembre ha dejado de ser la fiesta del Presidente, en la que rendir ante el Congreso el Informe sobre el estado de la administración pública era el pretexto para que la clase política manifestara su lealtad al primer mandatario. El contenido del Informe era lo de menos, lo importante era la imagen de unidad y disciplina, para reivindicar a la figura del jefe de Estado y de gobierno. Hoy, con una comunidad política plural y una opinión pública más crítica e influyente, seguimos sin tener un Informe Presidencial que honre su valor sustantivo que es el de rendir cuentas ante el Congreso y, a partir de ahí, abrir la puerta para la deliberación entre legisladores y titulares de las diferentes dependencias gubernamentales sobre los programas de gobierno en concreto.

Es más, el Presidente ya ni siquiera asiste a la sede del Congreso para rendir su Informe, sino que al día siguiente y en su casa, el Palacio Nacional, convoca a invitados personales de diferentes sectores públicos y privados para, desde ahí, enviar su mensaje político, que solía ser el momento culminante del Informe Presidencial. Si antes el Informe era el emblema del presidencialismo y de la falta de relevancia política del Poder Legislativo, hoy, lo que queda es un evento político del titular del Ejecutivo en exclusividad, sin la incómoda presencia de las diferentes fuerzas de oposición. El hecho de que el Presidente ya no se presente ante la representación política de la nación explica la difusión que se le dio a su reunión en Los Pinos con los legisladores del PRI y de su satélite, el PVEM. Tal pareciera que a eso se reduce su responsabilidad frente a los legisladores.

La gran paradoja en el contexto de pluralidad que vivimos es que los cambios que se han introducido en el formato del Informe Presidencial a lo largo de los últimos lustros, que han sido promovidos por la oposición con la pretensión de restarle preeminencia a la figura presidencial, en realidad han tenido un efecto perverso. Después de la controvertida elección de 1988, se planteó la interpelación del Presidente durante la presentación del Informe con objeto de debilitarlo frente al Congreso. Sin embargo, la única consecuencia de tal práctica fue que se decidiera no exponer al Presidente a las estridencias de los legisladores, optando por remitir el Informe por escrito para cumplir con la formalidad del mandato constitucional. Al final, la consecuencia fue que se abrió un espacio en la sesión de instalación del periodo ordinario de sesiones del Congreso para que los representantes de los diferentes partidos manifestaran sus posicionamientos políticos (hoy también lo podrá hacer Manuel Clouthier, el único legislador independiente). Sin embargo, se trata de exposiciones en serie, sin debate posible y, por tanto, con muy escasa significación política.

En suma, los cambios en el Informe Presidencial, lejos de haber preparado el terreno para que éste cobre su sentido republicano más nítido, de plantear los futuros programas de gobierno, a partir del balance de la gestión anual, han servido para liberar al Presidente de su responsabilidad política frente al Congreso.

El formato que hoy existe le ha dejado al Presidente un mayor margen de maniobra para enfatizar sus logros y sus obras, en un espacio propio, sin intervenciones ajenas. Así lo muestran los promocionales sobre el Informe y la propia página de internet de la Presidencia.

Más que un acto para festejar logros, requerimos dejar atrás las inercias del pasado para hacer que el Informe Presidencial rescate su significado de rendición de cuentas frente al Legislativo y ratifique su carácter de espacio para que el titular del Ejecutivo se dirija a la nación para mostrar sensibilidad política, capacidad de conducción y sentido de responsabilidad.

Académica de la UNAM.
peschardjacqueline@gmail.com

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