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La salida con caras destempladas del Grupo de Expertos Independientes (GIEI), concluidas sus averiguaciones y dejando su estela de recomendaciones, obliga a volver a la terrible noche del 26 de septiembre de 2014, ese enorme signo de interrogación lleno de la sangre inocente de 43 jóvenes que, según el padre Solalinde, fueron asesinados.
A un año y medio de lo ocurrido, el expediente es el ejemplo más acabado —en la larga historia de nuestras atrocidades— de la confección de un tipo de misterio en el que los mexicanos somos especialistas probados: un atascadero de ineptitudes judiciales, bien vitaminado por nuestra atávica propensión a las mentiras utilitarias y a la vaguedad políticamente redituable.
Las investigaciones han reparado poco en algo que —en términos del análisis estrictamente sujeto al procedimiento judicial— está en el origen de la pesadilla: por qué estaban en Iguala los normalistas y quién les dio la orden y los medios para acudir a esa zona de capos y matones a secuestrar autobuses. Quienes dieron esa orden continúan disfrutando de una dispensa total en el procedimiento. ¿Por qué?
Entre los pocos estudiosos interesados en tirar de ese hilo, pues “me niego a callar, rehuso incurrir en la amnesia y el desdén”, el escritor Sergio González Rodríguez sostiene en Los 43 de Iguala. México: verdad y reto de los estudiantes desaparecidos (Anagrama, 2015) que una de las condiciones para “clarificar” el caso es que los normalistas “fueron expuestos a riesgos extremos por parte de sus dirigientes”. No es la única condición que registra, desde luego —pues denuncia también a todos los gobiernos involucrados por acción u omisión, aun al de Estados Unidos— pero sí la única que ha logrado escapar al escrutinio de la prensa, de la opinión pública, de todas las comisiones de derechos humanos y hasta del mismo GIEI.
El hecho objetivo es que existe esta organización remisa a las indagatorias, indiferente al dolor de los padres, que detenta un privilegio de silencio inversamente proporcional a la exigencia de información que se impone a todas las otras instancias involucradas: la autoproclamada “semiclandestina” Federación de Estudiantes Campesinos Socialistas de México (FECSM), cuyos líderes ordenaron a los pelones de Ayotzinapa acudir a secuestrar autobuses mientras ellos seguían memorizando a Lenin y Mao.
Un oscuro episodio sobre el que poco se ha dicho (el envío del camión lleno de pelones de la normal de Tenería a sacar a los anarkos del auditorio de la UNAM) puso en evidencia la forma en que la FECSM llena autobuses con normalistas y los envía a dar servicio a clientes que necesitan violencia disfrazada de activismo social espontáneo. Los muchachos, que ni siquiera saben a dónde van en ese autobús a media noche, tienen que obedecer so pena de ser expulsados de las normales.
El accionar de la FECSM, como explica González Rodríguez, deriva de las organizaciones guerrilleras de los años 70 (PROCUP, EPR, ERPI, etc.) y, como tal, opera en la convicción ideológica de “capitalizar toda crisis con el fin de acelerar y consumar el acontecimiento revolucionario”. Desde su punto de vista, “los 43 estudiantes serían las víctimas ofrendadas por sus dirigentes en un sacrificio utilitario”. En el citado libro (página 144) están sus nombres.
Desde noviembre de 2014, los padres de los 43 comenzaron a exigir que esos ideólogos y dirigentes de Ayotzinapa dieran la cara y explicaran por qué enviaron a sus hijos a Iguala (luego dejaron de hacerlo: otro ¿por qué? sin respuesta). El GIEI, para el que secuestrar autobuses se redujo a meros usos y costumbres, tampoco le dio importancia a esas preguntas de los padres.
“Hay que comenzar, nuevamente, desde el principio”, se dice de nuevo ante la salida del GIEI que agranda el signo de interrogación Ayotzinapa-Iguala-Cocula. Y bueno, si no se considera a la FECSM como protagonista de ese nuevo comienzo, las líneas de investigación empezarán, de nuevo, en el capítulo dos, o tres...