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Una tarde de enero que recuerdo fría y desolada, cuando las aguas del Canal de Cuemanco reposaban quietas y en espera del viento, llegué a la conclusión de que sólo las páginas de una novela podrían rescatarme de los estragos que causaban los sueños malvados en el cuerpo de mi ánimo. Tenía yo poco más de dieciséis años y estaba sentado a los pies de un puente viejo y algo tembloroso leyendo La vida está en otra parte, de Milan Kundera y me decía a mí mismo; he encontrado un tesoro y además un arma para enfrentar a las desgracias nocturnas que me suceden apenas cierro los ojos. Que yo recuerde, nunca en el pasado estuve de acuerdo con haber sido traído a la vida y era durante las noches que los sueños me llenaban de miedo y zozobra. En cuanto mi conciencia se disipaba y entraba yo en los terrenos del sueño, comenzaba un dolor que todavía en estos días me asalta y erosiona toda posibilidad de sosiego o buenaventura. Y después de atravesar durante el sueño todas aquellas sendas criminales, plagadas de muerte violenta y miseria espiritual, despertaba a una vida que me intimidaba y me hacía sentir todavía más indefenso. La restauración espiritual no me había sido concedida y desde niño sabía ya, como lo sé ahora, que el sosiego no se hallaba destinado para mí y que el disfrute de la inconsciencia absoluta y del exilio me habían sido vedados.
Fue la literatura la que me ofreció un camino paralelo a ambos mundos aterradores: la espantosa caverna de los sueños y la tragedia cotidiana de la vida. Yo he tratado de vivir la literatura como la única realidad que me parece habitable y es por ello que no conozco los límites de su influencia. Tal vez debido a esta inclinación es que no escribo para complacer a nadie ni animado por un propósito distinto al de encontrar finalmente la paz de un exilio restaurador. Me considero incapaz de imponer límites a la influencia de las ficciones que me acompañan y no me permito la arrogancia de desear conducirlas hacia ningún sentido. “Tiempo ha —escribió Kundera— yo también creía que el futuro era el único juez válido para nuestras obras y acciones. Más adelante comprendí que perseguir el futuro constituye el peor de los conformismos, una adulación pusilánime de lo prodigioso.” ¿Cómo es posible que siquiera se me ocurra la tontería de que existe un futuro para mí? Y si existiera, ¿qué clase de jueces van a juzgar o a considerar mis actos?
Hace no más de una semana me propuse a releer a Hobbes, el más fiero de los empiristas y nominalistas ingleses, y no me sorprendieron sus implacables certezas, una de las cuales reza que en la naturaleza humana encontramos tres causas principales para el conflicto y la disputa entre los hombres: la competencia, la desconfianza y el deseo de fama. Es probable que leer a Hobbes nos lleve a avergonzarnos de nuestra condición de ser vasallos de nuestros apetitos, pero también uno encontrará, si tiene suerte, las directrices de lo que no quiere ser. Cuando uno, en la medida de lo posible, renuncia a la competencia o al deseo de la fama tiene derecho a afirmar que ha encontrado en esta vida una humilde veta de libertad. Podría decir ahora que, quizás, vale la pena vivir sólo para contradecir a Hobbes, pero me arrepentiría muy pronto ya que la sola idea de contradecir a un filósofo me resulta fatua y agotadora. En todo caso preferiría adentrarme en el laberinto de sus razonamientos y encontrar alguna salida o escape al peso de sus ideas o de sus convicciones (estrategia, por supuesto, también agotadora). Yo he caído en la tentación de criticar la realidad que nos ahoga y circunda porque, a lo largo de su vida, un hombre debe tropezar y abrir las puertas que le señala su curiosidad. Y no obstante el atrevimiento y mi inútil indignación, creo que el futuro no es más que una ilusión ordinaria. Sólo el presente en su aparente ser efímero es brusco, real y concreto. Si aquellas tardes en las que me escapaba de casa para ir a leer novelas a las orillas del Canal de Cuemanco no hubieran tenido lugar, es posible que los sueños que aún hoy continúan atormentándome habrían ya cavado en mí una profunda e insalvable fosa sicológica. Como le sucedía a Jaromil, el joven poeta de La vida está en otra parte, yo tampoco comprendía que la juventud pudiera estar marcada por
el vacío: ¿acaso no es la juventud el periodo
en el que la vida se manifiesta en toda su
plenitud?
Richard Rorty, el más claro y absoluto de los relativistas contemporáneos confiaba en que la literatura nos ofrece formas de comprensión del mundo que uno puede aprovechar para vivir con menos sufrimiento y tontería. Aunque mi propia experiencia me dice que tenía razón, la literatura en mí ha tenido un poder todavía mayor: me ha rescatado de la vida real y también de los sueños perturbadores. Creo, y habrán de perdonarme este juicio espontáneo, que sin la posibilidad de procurar la ficción literaria o el arte, una vida, cualquiera, se torna incomprensible y derrotada, anclada en una realidad que no conoce futuro: una prisión. Ésta es, al menos, la experiencia de alguien, yo, que no quiere dictar, sino acaso relatar y estar unas horas más en
la mesa antes de ir a dormir y ser ofrecido al sueño jamás restaurador.