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Tres años antes de su muerte un 29 de julio a los 81 años, Herbert Marcuse le concedió una entrevista a Bryan Magee. En ella se mostró afable y conciliador, pese a que su entrevistador, también filósofo, lanzó serias críticas sobre el Marxismo al que acusó de haber sido una filosofía fallida históricamente. Marcuse estuvo de acuerdo a medias, aunque le recordó que no existe una filosofía o una teoría social capaz de imaginar la totalidad de los problemas del mundo y mucho menos de resolverlos. Los intentos que hacemos por imaginar y pensar el mundo son parciales y por ende fallidos en su pretensión de universalidad. Marcuse tenía razón y por ello, en compañía de otros filósofos pertenecientes a la Escuela de Frankfurt (Adorno, Horkheimer, Neumann, Grossman y otros) realizó la crítica al dogmatismo marxista y a la penosa condición social de su época.
En la entrevista citada, Marcuse se pregunta ¿qué es precisamente lo que se halla errado en la civilización occidental que en el cenit mismo de su progreso técnico vemos la negación del progreso humano, la deshumanización y el deterioro y ataque a la biósfera y al medio ambiente? Y él mismo hace patente la decepción causada por el hecho de que la increíble riqueza social que se había reunido en la civilización occidental, principalmente como un logro del capitalismo, se utilizara cada vez más para impedir —en vez de construir— la creación de una sociedad más decente y humanitaria.
He traído a cuentas la entrevista del filósofo nacido en Berlín sólo para acentuar dos aspectos cruciales o necesarios a la hora de encarar los problemas sociales que nos agobian en la actualidad: no hay teoría capaz de explicar todos los aspectos de una realidad que en sí es compleja e inabarcable; y además debemos aceptar que la riqueza continúa concentrada en pocas manos y sólo ha servido para provocar beneficios en algunos grupos de la sociedad. Lo cierto es que los bienes de la civilización no han llegado a ser disfrutados por la mayoría de los seres humanos. Un aspecto más de la entrevista hecha a Marcuse y que ha llamado mi atención es su enojo por la corriente de anti-intelectualismo ejercida en su tiempo por muchos jóvenes de la “nueva izquierda” que suponían que el mundo del intelectual era sólo el de las ideas y no el de la realidad. Como si ambas lograran en verdad separarse del todo. Marcuse emula este absurdo desprecio hacia los intelectuales con cierto complejo de inferioridad o masoquismo, y añade que el descrédito del intelectual favorece y sirve muy bien a los intereses de los poderes establecidos.
Después de leer la entrevista a Marcuse no he logrado despejar de mi mente el famoso pasaje de la muerte de Sócrates a quien se le obliga a tomar la cicuta por contravenir a los dioses, a los poderosos y a causa de pervertir a la juventud con ideas y dudas inconvenientes al estado social imperante.
Estas dudas e ideas en forma de diálogo, como sabemos, estimularon la libertad de pensar que hoy llamamos filosofía. Sócrates, como en las últimas décadas lo han recalcado Michel Foucault y André Glucksmann, ejercía la “parresía”, es decir el gusto por la franqueza, sin prohibiciones ni tabúes, la capacidad de expresar lo que pensaba sin tomar en cuenta lo que opinarían los poderosos o los detentadores de una moral o ideología, fuera ésta de izquierda o derecha. En su libro Los dos caminos de la filosofía, de André Glucksmann, el cual yo recomiendo ampliamente, encontrarán una representación de lo que sería un Sócrates actual, uno que ha sobrevivido a los tiempos y a los venenos que se acostumbra brindarle en las distintas épocas de la humanidad. De cualquier forma, ejercer la parresía continúa siendo en el siglo veintiuno una conducta reprobada y censurada por aquellos que desean pensar en un sentido conveniente a sus intereses y en una sola dirección.
Ricahrd Rorty concluye su libro La filosofía y el espejo de la naturaleza, con un pensamiento claro y humilde del que quisiera apropiarme y que tiene que ver con el actual desprecio a los intelectuales, al pensamiento filosófico y a todo aquello que no sea opinión desbalagada o cháchara política. Lo único que debe interesarle al pensador, intelectual o filósofo es que la conversación continúe siendo un ejercicio vital en el progreso en Occidente, más que exigir un lugar privilegiado en esa conversación. A los escritores, por ejemplo, ya les es suficiente con ejercer la franqueza y expresarse libremente, incluso contras su propio reconocimiento social, como para también desear guiar el mundo por determinado camino.