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El drástico y polémico discurso del próximo presidente de EU está cada vez más cerca de dejar la retórica y podría convertirse en acciones de gobierno. La incertidumbre se manifiesta todos los días en distintas agendas.
Sumada a las barreras comerciales, la anunciada política migratoria de EU parece anticipar una tormenta para la que México no está preparado. Reiteradamente, Trump ha declarado que deportará hasta 3 millones de migrantes indocumentados.
Si bien nuestro gobierno calcula que la deportación podrá afectar a un millón de connacionales, no será la primera vez que nos enfrentamos a semejante flujo de retorno. Durante la administración de Obama, México vivió la mayor deportación de su historia, con 3 millones 417 mil 157 mexicanos retornados entre 2008 y 2016. Así, nuestra sorpresa no debería ser la “súbita” deportación masiva o por un discurso agresivo, sino por todo lo que no se hizo en estos años en nuestro país.
Las 11 medidas con que la Cancillería respondió a las declaraciones de Donald Trump, con el fin de redoblar esfuerzos en los consulados para proteger a los migrantes, hicieron eco a nuestra histórica política reactiva e improvisada, de recursos y capacidades siempre insuficientes ante una exorbitante diáspora. Con tanta sofisticación en el andamiaje para el intercambio comercial internacional, seguimos siendo incapaces de garantizar una movilidad segura para lo más importante: las personas. Tristemente, no hemos logrado priorizar una agenda estrictamente humana.
Aunque estas medidas son indispensables, no basta con crear un esquema de protección consular que expida documentos, tome denuncias y divulgue derechos. Más allá de acelerar los procesos para recibir a muchos miles de mexicanos, tenemos el enorme reto de reinsertarlos en nuestro país.
Ello implica contar con un registro nacional de quiénes son y a dónde regresan, del que puedan derivar políticas públicas focalizadas a sus necesidades. Significa velar por la unidad familiar y evitar rupturas injustas y crueles. Involucra proteger sus bienes; crear nuevos apoyos económicos y sistemas que canalicen a los migrantes a empleos que sepan aprovechar sus habilidades. Incluye flexibilizar la revalidación de los estudios y posibilitar una integración social, cultural y académica al sistema educativo mexicano. Sobre todo, es promover el mutuo conocimiento y entendimiento de quienes llegan y quienes ya están.
Lograr una gestión adecuada de la migración de retorno dependerá también de una acertada actividad diplomática en el más alto nivel. La llegada del nuevo canciller promete un foco central en la política exterior mexicana que se traducirá en mayores recursos, capacidades; en más diálogo y menos conflicto. Diálogo que igualmente tendremos que replicar al interior: hace falta una profunda sensibilización social para evitar que continúe la discriminación, la criminalización y la exclusión que nuestros connacionales han sufrido en el norte, y que muy posiblemente haya sido la raíz de su huida en primer lugar.
Será necesario seguir profesionalizando la labor consular, ampliar y hacer efectivo el marco institucional existente en materia migratoria. Hoy, más que nunca, tenemos que unir los esfuerzos fragmentados de todos los niveles del gobierno y todos los sectores de la sociedad para enfrentar este reto extenuado, hacia una misma dirección y bajo una contundente política de Estado.
En este frente lo fundamental será empezar a cambiar los factores que históricamente han desplazado a millones de mexicanos a un lejano horizonte de oportunidad. La tendencia antinmigrante y proteccionista nos obliga a mirar hacia adentro: a fortalecer el empleo, la industria, la educación, la seguridad; todo aquello en lo que hemos fallado a México. Si hoy se cierra una puerta, a nosotros nos toca abrirla.
Senadora por el PAN