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Aunque usted no lo crea, querido lector, hoy se cumple un mes de que Donald Trump asumió la presidencia de la —aun— nación más poderosa de la tierra.
En 31 días, el magnate empresarial que se niega a dejar de serlo ha desatado un auténtico torbellino en Washington y sus alrededores. No hay día sin un escándalo, una confrontación, una ofensa o una afrenta en que el señor Trump no sea personaje central. Lo mismo líderes de países aliados que empresas o cadenas departamentales son blanco de su ira. Instituciones sacrosantas como el poder judicial son vandalizadas verbalmente. Valores y principios establecidos de política interior y exterior puestos de cabeza o tirados por la borda. En un mes tenemos como para llenar el anecdotario de cuatro años de una presidencia normal, y nos sobra.
Todo esto sería solo motivo de risa de no tratarse del presidente de la gran potencia que puede desatar una hecatombe nuclear, provocar turbulencia económica, caos en los mercados. Un hombre que puede, tan grave o más, incitar el odio y la división racial, de clase, religiosa. Cualquier patán puede agredir verbalmente, pero si está sentado en ese sillón en la Casa Blanca sus expresiones adquieren otro peso, otra dimensión, y se vuelven enormemente dañinas y peligrosas.
Preocupa también que en vez de asentarse, cada día que pasa nos trae una nueva intensificación de las insensateces del presidente estadounidense. Y aunque el humor involuntario parece haberse adueñado de la Oficina Oval, o del Club de Golf (propiedad de Trump) Mar-a-Lago, rebautizado ya por el presidente como la “Casa Blanca del Sur”, la intolerancia y agresividad solo van en aumento.
Algunas postales para documentar nuestro pesimismo (con perdón del añorado Carlos Monsiváis): En conferencia de prensa el jueves pasado, Trump no dejó títere con cabeza, pero se ensañó particularmente con los medios de comunicación, a los que sermoneó, regañó y trató de ordenarles hasta qué y cómo preguntar, como si fuera su jefe. Y después de repetirles una y otra vez que son “medios falsos” o “noticias falsas”, hizo lo lógico: mintió. Mintió acerca del margen de su victoria electoral, sobre los refugiados que llegan a EU, sobre el escándalo de su recién despedido consejero nacional de seguridad, sobre el caos que impera en la Casa Blanca y el gabinete. El sábado en un mitin mintió sobre un supuesto atentado en Suecia. Una tras otra las falsedades del primer mes se apilan, se acumulan, y la mejor respuesta de Trump es llamar mentirosos a los demás.
Pero el mismo Trump rebasó todas las normas elementales, ya no digamos de educación o respeto, sino de decencia, cuando en un tuit llamó a los medios “los enemigos del Pueblo Americano”, así, con mayúsculas. La frase podría ser de Lenin o de Stalin o de Mussolini o de Goebbels, de cualquier dictadorzuelo de quinta, pero no, es del presidente de un país que se precia de su democracia y de su libertad de prensa. Y al acusar así a los medios, Trump busca, ahora sí abiertamente, intimidar. Ya no son la provocación y el hostigamiento de la campaña, ampliamente documentados. Ahora ya es el hombre que juró cumplir y hacer cumplir las leyes, que incluyen protecciones al derecho de libre expresión, de prensa independiente, de acceso a la información.
Muchos políticos en todo el mundo se han peleado con los medios, algunos por ignorancia y otros por estrategia. Pero ningún gobernante de un país democrático y desarrollado había llegado a estos extremos, que perfectamente podrían poner en riesgo la integridad física y la independencia de medios y periodistas por igual.
El veterano senador republicano John McCain lo resumió muy bien: así empiezan los dictadores. Y todo parece indicar que eso es a lo que aspira Trump. El bully del barrio convertido en el dictador de la nación más poderosa del planeta.
¿Lo permitirán los estadounidenses?
Analista político y comunicador.
@gabrielguerrac