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La inesperada, sorpresiva, victoria de Donald Trump puso de cabeza a gobiernos y diplomáticos de todo el mundo. La enorme mayoría veía con una mezcla de curiosidad y morbo el proceso electoral estadounidense, con la retórica incendiaria de algunos de los precandidatos, el fanatismo religioso de otros, las teorías de conspiración y acusaciones de fraude del mismo Trump.
En algunos países de plano se rieron. Tuiteros africanos se dieron a la tarea de imaginar encabezados ficticios sobre la jornada electoral, usando la misma doble moral de medios internacionales cuando reportan sobre procesos políticos en naciones en desarrollo. Jefes de gobierno se mofaron abiertamente de la candidatura de Trump, creyéndola inviable, casi ridícula. Otros tomaron en serio la amenaza, pero no supieron bien a bien qué hacer para impedirla. Todos, todos se equivocaron, ya en sus pronósticos o en sus previsiones.
El caso de México fue inusual, no solo por haber sido uno de los blancos preferidos del candidato Trump, sino por la manera en que el gobierno de nuestro país decidió encarar el reto. Precavido silencio al principio, seguido por fuertes declaraciones comparando a Trump con Mussolini, para volver luego a la discreción, de ahí a nuevas imprudencias y la culminación: una invitación al candidato, la única que recibió Trump del extranjero, que resultó en uno de los mayores fiascos de política interior y exterior en la historia reciente de nuestro país.
Ya lo pasado pasado, dirán algunos. Fue un acto visionario, dirán otros. Pero en lo que unos se lamentan y otros se bañan en glorias inexistentes, los mexicanos de a pie seguimos, como pelotas de billar, sufriendo por los bandazos de nuestros políticos.
En tan solo una semana, vimos lo siguiente:
A dos secretarios de Estado abiertamente contradecirse en torno a la renegociación del TLCAN: Sagarpa y Cancillería claramente la ven de manera muy diferente, unos como traición al campo mexicano, otros como gran oportunidad que casi casi merece celebración.
A un grupo de legisladores del PRD, senadores para más señas, romper una piñata con la imagen de Trump, entre gritos homofóbicos y mentadas de madre. Sería solo una ocurrencia si se tratara de ciudadanos comunes y corrientes, sin representación pública alguna. Pero los senadores, se supone, son representantes de la nación, de los mexicanos. Incluyendo a los mexicanos que viven, con o sin documentos, en EU, mismos que cosecharán las reacciones de racismo y xenofobia de los más fervientes partidarios de Donald Trump, que si bien no necesitan pretexto con esto lo tendrán. Añada a la gracejada anterior la de la foto de legisladores haciendo abierto proselitismo a favor de Hillary durante la campaña, y tiene usted la descripción del nivel de nuestra clase política.
Ah, pero siempre hay alguien con deseos de superación. Y es por eso que la Canciller y los secretarios de Agricultura, de Turismo y de Salud se prestaron a una ocurrencia más: el Reto del Guacamole. Sí, como lo oye. La intención sin duda es noble, promover la imagen y las ventas del aguacate mexicano. Pero los cuatro miembros del gabinete no son precisamente estrellas de rock que vayan a generar un aumento en ventas de nada, y quisiera yo pensar que su tiempo y su energía estarían mejor aprovechados atendiendo las labores propias de sus encargos. Supongo.
Es así, queridos lectores, como los políticos mexicanos han decidido hacerle frente al que, sin exagerar, es el mayor reto en materia de política exterior, comercial y económica que enfrenta México en el ultimo cuarto de siglo. Literalmente a palos (¿de ciego?) y aguacatazos.
Ya ni a quién encomendarnos.
Analista político y comunicador.
Twitter: @gabrielguerrac
Facebook: Gabriel Guerra Castellanos