Donald Trump ya ganó. Aunque falten tres semanas para las elecciones presidenciales, y el polémico multimillonario vaya en picada en las encuestas, ya transformó a su país. Cambió las reglas no escritas del juego político, tiró por la borda todas las normas y convenciones de lo que debe o no hacer un candidato a la presidencia y convirtió al nunca muy higiénico proceso electoral estadounidense en una pelea de lucha libre en lodo.
Trump anunció sus aspiraciones en un discurso en el que atacó, como es bien sabido, a los migrantes mexicanos con una serie de generalizaciones ofensivas y prejuiciadas. Ese fue solo el inicio: en el primer debate de las campañas para las elecciones primarias, Trump tomó distancia de sus rivales en el Partido Republicano, señalando que no aceptaría un resultado adverso “si el proceso no era justo”. De ahí en adelante, no escatimó ofensas, insultos personales y falsedades hasta derrotarlos a todos, abrumadoramente.
Algunos optimistas pensaron que, una vez terminadas las primarias y las convenciones de los dos partidos, Trump se recorrería al centro y moderaría su retórica. Habiendo ya conquistado el voto duro de la derecha buscaría ampliar su red y reconciliarse con sus adversarios, o al menos con sus simpatizantes. Pero nada de eso: Trump solo ha intensificado los ataques y aumentado el listado de las ofensas de una manera impresionante. Ya lo hemos dicho y escrito, pero no está de más recordar a algunos de sus blancos: Migrantes mexicanos, mujeres, musulmanes, refugiados, discapacitados, veteranos de guerra, padres de soldados muertos en combate, un juez federal de origen mexicano, medios de comunicación, y más recientemente a las mujeres que lo han acusado de conductas inapropiadas o de agresiones sexuales.
Cualquiera de esas cosas hubiera sido suficiente en el pasado para hundir a un candidato a la presidencia, pero Trump ha sabido conectar con un sector de la población que comparte su desdén por las minorías o por quienes son o piensan diferente, y les ha dado voz, los ha empoderado. Sus partidarios más fervientes se desgañitan en sus mítines insultando a la prensa, a los migrantes, a sus contrincantes. De Hillary Clinton lo menos que dicen es que hay que encarcelarla, hay algunos que se pronuncian por causarle daño físico.
En el segundo debate, Trump abiertamente amenazó a Hillary con meterla a la cárcel si él gana la elección, cosa inusitada en un país democrático en el que impera el Estado de derecho. Y ahora Trump atiza las sospechas de los suyos alertando sobre un supuesto fraude electoral (del que no ha mostrado evidencia alguna) y de un proceso “arreglado” entre las élites y los medios para hacerle perder la presidencia.
Eso es cruzar una línea inviolable en EU, la de la confianza en los procesos y en los resultados electorales. Ni Al Gore, con evidencias en la mano de la victoria que le arrancaron en Florida y que le costó la presidencia, llegó siquiera a insinuar que hubiera trampa o fraude del sistema. Trump ha tirado a la basura un código elemental de conducta y algunos de sus partidarios ya se preparan para “defender su triunfo” e incluso para “una revolución”. Retórica incendiaria y peligrosa que Trump alienta día con día y que envenena el ambiente pre y post electoral.
Pese a encuestas recientes que dan amplio margen a Hillary Clinton, no veo esto como un asunto resuelto. Esta es una elección como nunca antes en EU, y creo que nadie debe confiarse y pensar que Trump ya perdió. Trump todavía puede llevarse la presidencia, aunque cada día que pasa eso parezca más improbable, y confiarse puede tener consecuencias desastrosas.
Gane o pierda, Trump ya sembró los vientos de una tempestad terrible: la de la intolerancia, la discriminación, de la perdida de confianza en las leyes y las instituciones, de la derrota de la civilidad y la decencia. Al hacerlo ya ganó, pero su país saldrá perdiendo.
Analista político y comunicador.
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