Aunque faltan todavía algunos estados por votar, entre ellos Indiana y California, las avasalladoras victorias la semana pasada de Hillary Clinton y Donald Trump los convierten ya, de hecho, en los respectivos abanderados de sus partidos. Sólo un desastre mayor podría quitarles la candidatura.

No hay mejor combinación, desde la perspectiva de los medios y de los ratings, que ésta. Una mujer fuerte y asertiva, a la que le cuesta trabajo conectar con el sector demográfico de hombres blancos maduros, se enfrentará al candidato más misógino y ofensivo en la historia reciente de EU. El rechazo que Donald Trump genera entre las mujeres sólo se compara con el que Hillary provoca a los partidarios masculinos del asoleado multimillonario. Literalmente nos espera la gran batalla de los sexos, como la llama Maureen Dowd del New York Times.

Para quienes gustan de analizar y desmenuzar estrategias electorales, la de Trump es fascinante, intrigante. Desde el arranque de su campaña no ha hecho más que ofender e insultar a los más diversos grupos étnicos, sociales y religiosos. Cualquier estratega de primero de primaria diría que eso era suicida, pero le funcionó, le sigue funcionando. Pero ahora que ya comienza a enfocarse en la campaña presidencial, su apuesta parece, cuando menos, arriesgada.

Muchos se preguntan, con un dejo de ilusión, de esperanza escondida entre tanta preocupación que genera, si Trump es de verdad o si solamente actúa frente a las cámaras de TV. Sus consultores, urgentemente necesitados de una narrativa que lo haga parecer mínimamente racional y civilizado, han sembrado esa especie, la de que en el fondo Trump sólo se comporta así porque necesita el voto duro republicano, el que hace la diferencia en las elecciones primarias. Pero su candidato no da señales de moderación por más que lo cuidan, le ponen enfrente un guión, tratan de maquillar ya no su anaranjado rostro, sino su violenta y agresiva personalidad.

Por chocante y ofensivo que nos resulte, lo cierto es que Trump es un genio perverso, que tiene una enorme capacidad para conectar con el electorado que le interesa, para descubrir y destapar sus deseos más profundos, sus anhelos, su nostalgia, sus prejuicios. Trump no inventa el racismo ni la xenofobia o la misoginia, sólo les da carta de presentación, los vuelve socialmente aceptables, los lleva de ser materia de conversaciones ocultas a la plática alrededor de la mesa familiar.

Ya sea por instinto o por una brillante investigación de mercado, Trump parece saber lo que la gente quiere escuchar y eso lo llevó de ser un chiste de mal gusto al casi inevitable candidato a la presidencia del país más poderoso del mundo.

El sentido común indicaría que un hombre así no puede ganar, y menos enfrentándose a una mujer del calibre y la trayectoria de Hillary Clinton. Pero la falta de carisma y lo acartonado del discurso de Hillary se suma al hartazgo de muchos con los partidos y los políticos tradicionales. Y si Trump ha descubierto y explotado tan exitosamente los peores estereotipos y telarañas de un amplio sector de la población estadounidense, bien podría atinarle en la aparente locura de lanzarse con la bandera del machismo contra una mujer como Hillary.

Su campaña, hasta el momento, nos dice más acerca de los estadounidenses que sobre el candidato que los tiene cautivados, embobados. Lo suyo no es una agenda política, es un espejo, una radiografía, de una sociedad que equivocadamente creíamos mucho más tolerante y de avanzada.

Como un personaje de una mala película, Trump es el científico loco que habiendo descubierto una enfermedad busca explotarla en vez de curarla. La enfermedad se llama racismo, exclusión, discriminación, bullying. Y el Donald, como le dicen algunos, es el doctor Frankenstein de esta cinta no apta para cardiacos.

Analista político y comunicador.
Twitter: @gabrielguerrac
Facebook: Gabriel Guerra Castellanos

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