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Escribo estas líneas antes de que dé comienzo la final de la llamada Copa de Oro. No conozco el resultado, no me importa. El camino de la Selección Nacional por este torneo ha sido deplorable, no sólo en lo futbolístico, sino también en lo deportivo. Y por deportivo me refiero también a ese aspecto que es, o debería ser, central a todo deporte competitivo: la decencia, el Fair Play.
Los deportes pueden ser emblemáticos, representativos del sentir colectivo de una nación. Es el caso en especial del futbol, aunque por supuesto distintos países tienen distintos deportes asociados a su colectividad. Para algunos puede ser el rugby o el beisbol, el cricket incluso, pero para la gran mayoría es el futbol.
Los mexicanos de cierta edad tenemos una historia conflictiva con el deporte de nuestros amores. Para cada capítulo de nuestra historia moderna, para cada característica de la psique nacional, hay una historia, una anécdota, una frase o palabra descriptiva. El síndrome del Jamaicón alude a nuestras dificultades para adaptarnos, para triunfar en el extranjero, en territorio nuevo. Se refiere a la incursión de un famoso futbolista, el Jamaicón Villegas, de quien se decía que se achicaba cada vez que jugaba fuera de México. Uno de los grandes jugadores de uno de los grandes equipos de su época, participante en dos campeonatos del mundo, le daba, cuenta la anécdota, por “extrañar a su mamacita”, a la birria y a los sopes. No necesariamente en ese orden.
Vino después la etapa de los “Ratoncitos Verdes”, cuando la Selección Nacional jugaba un futbol ratonero, insignificante, opacado por países centroamericanos y del Caribe, haciendo el ridículo donde se presentara, fracasando lo mismo en eliminatorias que en mundiales como el de Argentina en 1978. Era un representativo nacional del tamaño del país para el que jugaba: con ánimo perdedor y derrotista, sin ambición ni posibilidades.
Conforme México se fue abriendo al mundo, y jugadores nacionales comenzaron, como Hugo Sánchez, a triunfar en el extranjero, el futbol mexicano comenzó un periodo de transformación. Papeles decorosos en las copas del mundo, torneos internacionales ganados, medallas olímpicas y panamericanas, grandes victorias en mundiales juveniles. Una nueva generación de futbolistas, con una mentalidad distinta, con aptitudes diferentes, entraba en escena.
Las expectativas y exigencias también han aumentado, y ahí también hay paralelismos con el México de verdad, ese en el que vivimos usted y yo, querido lector, lectora. Ya no nos conformamos con lo que antes nos parecía suficiente, y qué bueno que así sea.
Pero no podemos escapar al hecho, irrefutable, de que cada país tiene el futbol, y la selección nacional, que se merece. Y ahora la que tenemos está en manos de un pendenciero, un bribón, un mal perdedor y un peor ganador, que se aprovecha de cada coyuntura para sacar ventaja, para beneficiarse de las trampas que no se atreve a hacer por sí mismo.
El muy bien apodado Piojo, Miguel Herrera, se volvió héroe nacional cuando salvó a un equipo encaminado al ridículo y le permitió un papel digno, no más que eso, en el Mundial de Brasil. Ese muy modesto éxito se le subió a la cabeza, y decidió capitalizarlo, comercializarlo, venderlo al mejor postor. La gota que derramó el vaso fue su decisión de vincular un partido de fútbol con un partido político en las recientes elecciones. Hechos el uno para el otro, Partido Verde y Piojo se hermanaron ese día.
La así llamada Copa de Oro mostró el feo y bien conocido rostro de la FIFA y Concacaf en su mercantilismo. Mostró a un Piojo ventajoso, aprovechado, sin conciencia del Fair Play ni de la decencia.
Y eso nos escandaliza y nos indigna a quienes vemos, en ese espejo con forma de balón, a la sociedad mexicana reflejada.
Analista político y comunicador
Twitter: @gabrielguerrac
www. gabrielguerracastellanos.com