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Resulta cuestionable la eficacia de expulsar a un país de un organismo internacional. Dentro del sistema, sea la ONU o la OEA, existe una serie de reglas y compromisos que deben acatar todos los Estados. La comunidad internacional puede invocar la violación de los estatutos de la organización para demandar que alguno de sus miembros rectifique su comportamiento. En el caso de la ONU, el Capitulo VII de la Carta de San Francisco contempla el uso colectivo de la fuerza para obligar a algún país a plegarse a la norma internacional. En el caso de la OEA, la sanción más onerosa consiste en expulsarlo del sistema interamericano.
El gobierno de Venezuela reúne los méritos y las violaciones necesarias para que le sean retirados sus derechos como Estado miembro de la OEA. La aplicación estricta de la Carta Democrática Interamericana debería desembocar en la suspensión inmediata del gobierno que encabeza Nicolás Maduro.
El dilema consiste en que si se le expulsa, la OEA perderá cualquier capacidad y autoridad para exigirle nada a Venezuela, pues ese país ya estará fuera del sistema. La influencia de la Organización sobre el gobierno de Caracas será la misma que pudiera tener frente a Corea del Norte, que tampoco es parte del organismo. Por otra parte, si la OEA no aplica la máxima sanción a su alcance para modificar el rumbo de esa nación sudamericana, el mensaje al resto de la comunidad sería que cualquier país puede violar las reglas sin que haya consecuencias. En verdad, estamos en presencia de un complejo dilema.
Si se le expulsa de la OEA, como lo dicta la norma, Maduro tendrá las manos totalmente libres para imponer un Estado de excepción, coartar las libertades de cualquier opositor y gobernar con poderes dictatoriales. Ya no tendrá obligación alguna de acatar las recomendaciones o las medidas que determine el organismo, pues ya no será parte de ese club de naciones. De manera retórica escudará sus intenciones autoritarias y antidemocráticas en un discurso que traslade las culpas a alguna conspiración internacional o a la acción del imperialismo. Lo de siempre. Dirá que es un timbre de orgullo que se le margine de la OEA por ser un instrumento de Washington, del neoliberalismo y de organizaciones preocupadas por los derechos humanos. Lo de siempre.
En realidad, la crisis venezolana debería detonar un nuevo debate sobre el funcionamiento de la OEA. De muy poco le sirve a una sociedad como la venezolana que su país, es decir su gobierno, sea expulsado de un organismo internacional si a cambio de ello no recobra sus instituciones, sus facultades democráticas y sus libertades.
El debate en la OEA, como organismo subsidiario de la ONU, debe considerar la responsabilidad de proteger a la ciudadanía ante actos arbitrarios de autoridad que ponen en peligro la estabilidad de un país y de la región. Si la crisis venezolana se profundiza no es remoto que sus problemas tengan repercusiones en los países vecinos. No puede descartarse un éxodo masivo a Colombia, por ejemplo.
Más que la expulsión de Venezuela del seno de la OEA debería contemplarse la aplicación de sanciones, especialmente económicas, que afecten directamente a la clase dirigente venezolana y terminen por persuadirla de corregir el rumbo, restablecer el orden constitucional y democrático y que el gobierno acate la voluntad popular. La expulsión por si misma no surtirá el efecto deseado y, más allá de marginar a Caracas de la escena regional, puede desembocar en que la oposición se vea orillada a enfrentar la fuerza del Estado sin mecanismos de presión de la comunidad internacional.
Internacionalista