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Se anunciaron los cambios en el gabinete, sin que se explicara o se ofrecieran las razones para la remoción de Luis Videgaray como secretario de Hacienda. A decir verdad, tampoco resultaba necesario. Su salida no tuvo que ver con el comportamiento de la economía, los niveles de endeudamiento o la manera de ejercer el gasto público. Su renuncia obedece a que, seguro como se sentía de la confianza del Presidente, Videgaray incursionó en las lides diplomáticas, impuso su visión y sumergió al gobierno en una de las crisis políticas e internacionales más severas en memoria reciente.
La diplomacia es una profesión engañosa. Para quienes no la han practicado, vista desde afuera, parece una actividad sencilla, cargada de símbolos en apariencia irrelevantes y mensajes protocolarios. En días pasados, hemos podido constatar de la manera más cruel que una ejecución diplomática errónea puede resultar muy costosa para un gobierno.
Entre el recuento de daños está, por supuesto, esta renuncia de Videgaray que no estaba en el ánimo presidencial y que, a querer o no, modifica el tablero de posiciones dentro de la política mexicana.
Sin embargo, el saldo más relevante y de consecuencias más duraderas se encuentra en la relación bilateral con Estados Unidos. La negativa de Hillary Clinton a reunirse con el presidente Peña Nieto y el fuego cruzado entre nuestro mandatario y Donald Trump respecto a qué dijo cada quien en su reunión privada, ha vulnerado la capacidad de interlocución de nuestro gobierno con las únicas dos personas que pueden ocupar la Casa Blanca. La única oportunidad que habría para dialogar con el futuro presidente de Estados Unidos se daría entre las elecciones del 8 de noviembre y la toma de posesión en Washington el 20 de enero.
Normalmente, los presidentes electos de EU sostienen encuentros con sus homólogos de México y Canadá, los dos países vecinos, y de vez en cuando con el primer ministro británico o algún mandatario de importancia coyuntural. Si Trump gana las elecciones, la tarea de buscar un reencuentro será especialmente complicada, a raíz de que tanto Peña Nieto como él se sienten traicionados por lo que cada uno interpreta que pasó y se pactó durante su visita a México. En caso de ganar la señora Clinton, la tarea sería relativamente más sencilla, pero también cargada de irritaciones por el impulso que ha recibido Trump en las encuestas después de su viaje a nuestro país.
Así las cosas, el margen de maniobra diplomático se ha reducido considerablemente para México. Ninguno de los dos candidatos verá mayor costo político en utilizar a nuestro país para los fines electorales que más les convengan. Faltan 60 días para la elección en EU y estamos a la deriva. Faltan, sobre todo, los tres debates públicos que sostendrán Clinton y Trump, en los cuales México estará expuesto a la ventisca helada que viene del norte.
Internacionalista