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A Roberta Jacobson, la nueva embajadora de Estados Unidos, le tocará una de las misiones diplomáticas más complicadas y extrañas en la historia reciente de las relaciones bilaterales. Tengo el gusto de conocerla desde hace unos quince años y no tengo la menor duda sobre su capacidad profesional y su estilo franco y constructivo. El gobierno de Washington nos envió a uno de sus mejores cuadros, como reconocimiento a la importancia que otorga Estados Unidos a su vecino del sur.
El reto más delicado que enfrenta la flamante embajadora es el clima antimexicano que se ha desatado en las campañas presidenciales en Estados Unidos. No resulta fácil ser la representante de un país en que uno de sus principales candidatos a la presidencia nos ha calificado de violadores y criminales, que tiene intenciones de repudiar el tratado de libre comercio, que insiste en su intención de construir un muro precioso —a beautiful wall— en la frontera común y que encima seamos nosotros quienes carguemos con el costo de esa obra. Su tarea es en extremo complicada porque Donald Trump se perfila como el candidato con mayores posibilidades de ocupar la Casa Blanca. En caso de que el magnate inmobiliario gane las elecciones, Roberta será la embajadora de un gobierno que pretende deportar a cerca de siete millones de mexicanos indocumentados que laboran en ese país.
Como embajadora, no puede, ni le corresponde definir el resultado electoral en su país. La gente votará como mejor le plazca y si le da el triunfo a Trump, comenzará una auténtica pesadilla. Como embajadora tampoco le corresponde afirmar, al menos por el momento, que las intenciones de Donald no son otra cosa más que pronunciamientos de campaña que jamás se cumplirán; cosas de esas que dicen los candidatos para ganar las elecciones y una vez en el poder cambian de opinión o simplemente abandonan las promesas.
Pero no hay duda de que, desde este momento hasta noviembre, cuando se elija al próximo presidente, la nueva embajadora no tendrá descanso; a cualquier foro que acuda, entrevista que ofrezca o cena a la que asista, los mexicanos naturalmente le preguntarán sobre las verdaderas intenciones de Trump. La gente le preguntará, ante todo, qué cambios se han dado en el ánimo de los norteamericanos que permiten que los mensajes antimexicanos del candidato republicano resulten tan atractivos y pegajosos para el electorado. Porque una cosa es cierta: este individuo puede utilizar mensajes racistas y xenofóbicos según lo dicte su estrategia electoral. Pero otra muy distinta es que dichos mensajes tengan tracción con la gente. Aunque Trump pierda las elecciones, el daño está hecho: hacer escarnio de México y de los mexicanos ha tomado carta de naturalización, es bien visto por amplios sectores resentidos en Estados Unidos.
Ante este escenario, es probable y hasta curioso que la principal labor de la embajadora en México deba hacerse en Estados Unidos. Es allá donde deberá valorarse la importancia estratégica, económica, social y vital que tiene México para los intereses de los propios norteamericanos. Nadie es profeta en su tierra, pero Roberta tendrá que serlo en la suya.
Internacionalista