Pero no llegaron bailando chachachá. Llegaron bailando al ritmo que les impone el radicalismo verbal de Donald Trump. El fenómeno político que ha desatado este millonario está obligando a los políticos profesionales a asumir posiciones extremistas, pues de no hacerlo así, perderían la atención del electorado. Trump sepultó cualquier viso de moderación política en el campo republicano.

Pocas veces, quizá nunca antes, México ha aparecido de manera tan reiterada en un debate presidencial norteamericano. Esto obedece a la acción del magnate neoyorquino. Los demás candidatos han caído en su juego y ahora no pueden dejar de pronunciarse sobre asuntos mexicanos. En el debate que transmitió Fox News surgieron referencias a la corrupción en México, a la fuga del Chapo, a la forma como estamos contaminándolos con delincuentes que cruzan la frontera y a la necesidad, ahora aceptada por todos los candidatos, de construir un enorme muro divisorio. Curiosamente, el único que tuvo alguna palabra amable hacia México, aunque llena de sarcasmo, fue el mismo Trump, al decir que el gobierno de nuestro país era más inteligente que el de Estados Unidos pues se deshacía de sus ciudadanos más indeseables, enviándolos como indocumentados al país del norte.

No es conveniente a los intereses de México descalificar a Trump por la vía fácil de tildarlo de loco, fanático o irresponsable. Es cierto que este millonario no conoce límites para sus afirmaciones. La más famosa de ellas ahora, la que dedicó a la moderadora del debate, Megyn Kelly, respecto a sus ciclos menstruales. A los mexicanos debe preocuparnos que Trump está explotando una fibra sensible en el electorado conservador de su país: la percepción negativa que existe sobre México.

Hablar bien de México es actualmente un suicidio político para cualquier aspirante a ocupar la Casa Blanca. Ninguno de ellos se aventuró a decir en público que el comercio con nuestro país genera más de seis millones de empleos en Estados Unidos, que hemos ido cerrando el paso a los centroamericanos que migran hacia el norte, que impedimos la llegada de sospechosos y potenciales terroristas del Medio Oriente a nuestra región, negándoles la visa de entrada. Ni siquiera Jeb Bush que está casado con una dama mexicana, oriunda de Guanajuato, que tiene hijos binacionales, cuestionó públicamente que Trump califique a todos los mexicanos que viven en Estados Unidos como violadores y delincuentes. Tampoco el senador Marco Rubio, que hace apenas dos años patrocinó una iniciativa para legalizar a los indocumentados, se atrevió a diferir con Trump respecto a que la mejor medicina ante el mal mexicano es un muro bien alto e infranqueable.

La campaña presidencial en Estados Unidos apenas ha comenzado. Quedan quince largo meses en que el mundo entero estará observando los debates y donde México será un blanco predilecto para la crítica y el consecuente deterioro de su imagen. El gobierno de México tiene ante sí dos opciones: salir al paso de ataques infundados con datos y argumentos contundentes, o dejar pasar de largo cualquier calificativo que se nos imponga, bajo el argumento de respetar los procesos políticos internos de otro país. Cuando estos procesos lastiman la reputación internacional de toda una nación, guardar silencio es la peor receta posible.

Internacionalista

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