Las empresas más exitosas utilizan un “índice de satisfacción del cliente” para saber cómo son vistas por quienes consumen sus productos. El gobierno no utiliza este tipo de mecanismos. No tiene la práctica de preguntarle a la ciudadanía, su clientela, cómo valora la calidad de los servicios y las obras que proporcionan a la sociedad. Los funcionarios y los servidores públicos pueden hacer las cosas muy bien o muy mal, pero simplemente no saben con certeza lo que pensamos de ellos. Los políticos de más alto nivel toman como referencia esencial lo que se dice de ellos en las columnas políticas, lo que revelan las encuestas y la manera como son recibidos en los actos públicos. Las críticas que reciben en los medios suelen desecharlas por venir del “círculo rojo” que a su manera de ver, no reflejan el sentir popular.

Entre las adulaciones de sus colaboradores más cercanos (que suelen ser más doctos en dar terapia a sus jefes que en analizar el entorno) y la descalificación de la crítica mediática, el político se siente incomprendido por un pueblo que no reconoce su entrega a la nación y la complejidad de las decisiones que debe tomar. El gobernante va acumulando resentimientos hasta llegar a la conclusión de que hagan lo que hagan, serán un blanco privilegiado de críticas y quejas, en su mayoría injustificadas. A su modo de ver, y para tranquilizar su dignidad, la gente les ataca por ignorancia y por mezquindad. Simplemente no es elegante hablar bien de los políticos. Su reacción natural, entonces, es alejarse más de la sociedad a la que sirven y pagarles con desdén y prepotencia. La brecha entre las dos partes se profundiza.

En la era de las redes sociales, la ira y la decepción se manifiestan de manera instantánea y con una vehemencia que los medios todavía no transmiten. En las redes, la gente comenta y mienta madres sin cortapisa alguna. Con un teléfono inteligente en la mano, se está cumpliendo el muy mexicano principio de “un reportero en cada hijo te dio”. Todo mundo es capaz de documentar su descontento y aportar pruebas del comportamiento de las autoridades. En parte se trata de una catársis social, en parte un esfuerzo para que se haga justicia o se terminen los abusos. Las redes pueden darle un buen indicio al gobierno de lo que sería su “índice de satisfacción al cliente”. El enojo, el mal humor social al que hizo referencia el presidente Peña, es la constante.

El gobierno puede asumir la actitud de decir: no hay forma de complacer a la gente, que se vayan al diablo. Y esa suele ser la reacción. Con un poco de sentido autocrítico, podrían darse cuenta de que la percepción del gobierno podría mejorarse sustancialmente si pusieran atención a la manera en que se comportan los agentes del Estado más próximos a la ciudadanía; las policías, los servicios médicos, la impartición de justicia, la atención al público. El Presidente o algunos miembros del gabinete pueden estar haciendo un trabajo excelente, pero la percepción general del gobierno se vendrá abajo mientras no se vea que nuestros impuestos se aplican limpia y correctamente o nuestras policías, aunque sea por excepción, se pongan (por una vez) del lado del ciudadano. Así las cosas, los gobernantes del futuro inmediato serán aquellos que sepan capitalizar la ira social, desde el fanfarrón de Donald Trump, hasta cualquier individuo que no se parezca a Maduro o las señoras Kirchner y Dilma Rousseff. En México no estamos lejos de que nos gobierne quien exprese mejor el mal humor que nos traemos.

Internacionalista

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