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La grave violencia que vive México va de la mano con la percepción de inseguridad en la que el país está envuelto. Se trata de dos realidades relacionadas entre sí que se retroalimentan de tal manera que dan forma a una parte del imaginario colectivo. El incremento de delitos es innegable, al tiempo que crece el miedo compartido sobre esta situación.
La Encuesta Nacional de Seguridad Pública Urbana (ENSU), que levanta trimestralmente el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi), reporta en su ronda de junio que 74.9% de la población adulta considera que vivir en su ciudad es inseguro. Esta percepción se elevó en comparación con los indicadores de marzo de este año y de junio de 2016. La sensación de inseguridad es permanente en el tiempo y a lo largo de la geografía nacional.
El año en curso es considerado por especialistas como el más violento de las últimas dos décadas. Los delitos de alto impacto son la normalidad en el México de hoy, mientras que desde hace tiempo nuestro país enfrenta una situación de violencia e inseguridad que el Estado no ha podido contener. Los gobiernos locales y federal, ya sea por complicidad u omisión, están rebasados en su intento de neutralizar este fenómeno que amenaza la estabilidad social.
Aunado a ello, de forma paralela existe una percepción de inseguridad generalizada. Según el Inegi, una abrumadora mayoría asume como inseguro su entorno inmediato, sus medios de transporte y los espacios públicos en los que se desenvuelve. Esta situación, aun cuando pudiera entenderse como un mero constructo social, tiene asideros firmes en la realidad.
México es hoy un país inseguro, en el que el crimen organizado impone su forma de gobierno en distintas regiones. Aquí la aplicación de la ley queda a deber, mientras aquellos que deben impartirla se resisten a transformar desde sus entrañas las prácticas que sumieron al sistema judicial en la profunda corrupción de la que se le ha buscado rescatar en los últimos años.
El problema de fondo no es la percepción de inseguridad, sino una realidad de violencia que se impone todos los días y ante la cual las autoridades de todos los niveles de gobierno, así como el sistema judicial, tienen una deuda inestimable. El reto, entonces, no es solo político, de políticas, sistémico o de procedimientos, sino cultural, por lo que la sociedad civil tiene que implicarse de lleno en este entorno.
Excluir a la violencia de la discusión pública no ha sido la solución, como tampoco lo son las explicaciones oficiales que intentan promover la percepción de seguridad pública. El camino hacia un país en el que impera el Estado de derecho requiere que las instituciones, los gobernantes, los grupos de interés y la sociedad civil asuman sus responsabilidades; implica una coordinación profunda entre todos ellos en aras de que impere la ley. Más allá de percepciones, sin seguridad no hay futuro para los individuos, para la democracia.