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Esta semana atestiguamos varios hechos que evidencian una vez más la gran podredumbre que padece el sistema penitenciario mexicano.
Primero, el pasado miércoles 15, conocimos un video, rápidamente viralizado en redes sociales, en el que se observa a varios reclusos vejando verbal y físicamente a otros reos —presuntamente cabecillas del Cártel del Noreste—, éstos últimos en el suelo, fregando pisos y portando únicamente ropa interior femenina. Las reacciones a este material, desde la sociedad, no se hicieron esperar, y de inmediato también diversas autoridades salieron a decir que se iniciarían las investigaciones correspondientes. La reacción usual.
Luego, el jueves 16, supimos que del penal de Aguaruto, Sinaloa, se había fugado, junto con
cuatro internos más, Juan José Esparragoza Monzón, El Negro —hijo de El Azul
Esparragoza, uno de los fundadores del Cártel de Sinaloa—, quien apenas el pasado 19 de enero había sido capturado.
Hoy esta casa editorial presenta imágenes de las cámaras de video de esa prisión, que muestran a los reclusos con teléfonos celulares, consumiendo marihuana y cocaína, con pantallas de plasma en sus habitaciones y salas, y hasta con prostitutas.
Lo que evidencian el video y las fotos de estos dos eventos es que nuestros “centros de readaptación social” operan en medio de corrupción, fragilidad en su esquema de seguridad y en la franca ilegalidad. Porque a estos episodios de lo que podría ya conformarse como un mosaico de la corrupción en las cárceles mexicanas, habría que agregar otros igualmente recientes como los videos en los que miembros de bandas del narco amedrentan a supuestos rivales, los abundantes casos probados de extorsión telefónica realizada desde los reclusorios o los casos documentados de tortura, por mencionar sólo tres ejemplos.
Como es evidente, los penales en México siguen siendo escenario de disputas territoriales del crimen organizado y esto los coloca en el centro de las operaciones del mismo, con todo lo que ello implica en términos de inseguridad, ilegalidad, violencia, corrupción y muerte.
Como lo dejan ver los eventos mencionados, mientras que debieran ser espacios donde impere absolutamente la ley, en nuestras cárceles la corrupción subyace a todos los estratos de operación y administración, a niveles insultantes por generalizados.
Pese a que infinidad de veces se ha denunciado ésto, nada parece haber cambiado en la manera como funcionan las cosas en los penales, desde fugas como la del Chapo, o motines como el de Puente Grande, por mencionar otros ejemplos especialmente ilustrativos. A nuestro sistema penitenciario le urge una revisión seria, profunda, enmarcada en la lucha contra la corrupción que ha emprendido México. Los gobiernos federal y estatales y el Congreso de la Unión no pueden aplazarlo más.