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La economía no es una ciencia exacta. Por eso, sin importar cuántos modelos matemáticos y algoritmos se hagan, es imposible determinar el comportamiento de las personas para que reaccionen como “deberían” ante acciones del gobierno o variables del mercado. En el caso del aumento al precio de las gasolinas, la respuesta del presidente Enrique Peña Nieto y de sus secretarios de Estado frente al descontento social busca apelar a esa racionalidad académica que, a ras de suelo, es incomprensible.
En caso de aplicarse la reforma energética como se debe en próximos años, las reglas de la oferta y la demanda serán las que determinen los precios, como ocurre en el resto de los productos y servicios, no lo establecido por una autoridad. Suena bien en la teoría, pues los precios bajarían junto con los costos de producción y de la materia prima requeridas para elaborar gasolina; es decir, mientras más bajo esté el barril de petróleo, menor tendría que ser también el valor del hidrocarburo refinado.
Sin embargo, las consecuencias inmediatas de la aplicación repentina de un incremento de hasta 20% resultaron muy onerosas para la población. Se puede palpar en las protestas. No se trata sólo de una afectación a quienes tienen un automóvil para tener una vida más cómoda; padecen también el cambio transportistas para los cuales la gasolina es su insumo básico de trabajo; les impacta a los productores agrícolas, que deben trasladar comida a largas distancias, y afecta finalmente a todos debido a la inflación que el alza disparará. No son especulaciones: incluso el Banco de México ha admitido este difícil panorama.
Es una decisión considerando necesidades macroeconómicas del país, eso se entiende a partir del mensaje de ayer del Presidente. Pero así como el mandatario ha solicitado comprensión para una medida inevitable a largo plazo, de la misma forma se espera del gobierno sensibilidad sobre el tremendo impacto que el incremento tendrá en la vida cotidiana de millones de mexicanos, para quienes pagar más en gasolina representa una gran carga en proporción a sus ingresos.
¿Era imposible un esquema menos repentino de liberalización? ¿Pudiera haberse focalizado el subsidio en combustibles para que la afectación no pegara a todas las clases por igual? Son preguntas pendientes que deberían responderse, porque hasta ahora la percepción es que para el gobierno federal toda esta cauda de consecuencias económicas era inevitable y, por lo tanto, de la población sólo cabría esperar resignación.
Todavía hay tiempo para hacer ajustes que alivien el descontento social. Lo mínimo requerido sería que la alta burocracia renuncie a la gasolina que sigue obteniendo gratis. ¿Ni siquiera eso está a discusión para la clase política?