En un mundo ideal todos los países buscarían en conjunto reducir al máximo el uso de combustibles fósiles, con el fin de mitigar los efectos del calentamiento global que, entre otras cosas, ha endurecido las sequías, acentuado las inundaciones y ocasionado fenómenos meteorológicos de fuerza sin precedente. La humanidad, sin embargo, es inherentemente cortoplacista y por ello los acuerdos internacionales suelen ceder a mezquinas presiones locales. Lo ocurrido el sábado pasado en París, sin embargo, fue una excepción.

Un histórico acuerdo mundial contra el cambio climático, que une por primera vez en esa lucha a países ricos y en desarrollo, fue aprobado por 195 países en una conferencia (COP 21) luego de arduas negociaciones principalmente entre Estados Unidos, China y la Unión Europea. El Acuerdo de París reemplazará a partir de 2020 al actual Protocolo de Kyoto y sienta las bases para la reducción de emisiones de gases de efecto invernadero. La meta es contener el calentamiento global por debajo de los 2 grados centígrados, y de ser posible, menos de 1.5 grados.

Idealmente el pacto tendría que ser vinculante, es decir, incluir sanciones para el Estado que no cumpla con los objetivos trazados. El problema es que haber insistido en esa ruta, como se hizo en la anterior reunión en Copenhague, hubiera llevado el acuerdo al fracaso. Aunque el presidente Barack Obama desee instaurar ese compromiso, el conservador Partido Republicano en la Cámara de Representantes de su país no se lo habría permitido. De la misma forma, China tampoco habría firmado un documento que le forzara a admitir revisiones de expertos foráneos sobre sus procesos industriales. ¿De qué serviría un pacto sin los dos principales emisores de gases de efecto invernadero? Por eso se celebró tanto en París un entendimiento que en los hechos es apenas una especie de código de conducta con recompensa monetaria para los bien portados.

El mayor logro, quizá, es que los países industrializados, responsables iniciales del problema, deberán ayudar financieramente a los países en desarrollo. Las potencias emergentes que lo deseen podrán añadirse también, de forma voluntaria. Justificadamente las naciones menos industrializadas decían: “¿Por qué he de renunciar yo a una oportunidad de bienestar para mi población que otros sí tuvieron en el pasado?”

Queda ahora por ver si a la hora de la implementación los países mantienen su palabra. No sería la primera vez que se rompieran compromisos luego de ver que se afectan los intereses económicos o políticos dentro de cada región.

Hay lugar para el optimismo, sin embargo, porque conforme pasen los años la naturaleza incrementará también la fuerza y la frecuencia de sus recordatorios. Si este pacto no convence a los más reacios, eventualmente sí lo hará la pérdida de costas ante el incremento del mar, las dificultades en la agricultura y otros desastres inminentes.

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