La elección de Donald Trump como presidente de la superpotencia implicó un enorme batacazo para un actor empresarial de formidable relevancia para la globalización comercial, la que fue esbozada —desde la década de los ochenta por el eje angloamericano— con la mano de hierro que lideraron Reagan y Thatcher.
Se trata de la denominada “empresa multinacional”, cuya naturaleza es la de una corporación global que se integra por vastas compañías y que decidieron —casi al unísono— no favorecer abiertamente la campaña presidencial del empresario, ante todo por sus sonados fracasos y extremas posturas.
Usualmente, una parte de los activos de esas formidables entidades, son poseídos por una sociedad controladora, la que —por regla general— tiene su sede principal de negocios en un país desarrollado, mientras que el resto de sus compañías se ubican en los países en desarrollo, en los que se dedican a la producción y manufactura.
Tal como fue concebido por la Escuela de Chicago y por el Consenso de Washington, una porción significativa del comercio de cada nación en la economía actual, lo realizan precisamente esas sociedades privadas, las que generan una enorme riqueza, misma que excede el Producto Interno Bruto de muchos países.
Gracias al capital, experiencia y talento que concentran dichas corporaciones, los países desarrollados y en desarrollo que renunciaron al proteccionismo, que apostaron por el mercado global, que aceptaron el libre comercio y que asumieron el cambio tecnológico, han sido los que mayormente han crecido durante las últimas décadas, como México.
No obstante, las multinacionales también han generado consecuencias que no siempre son deseadas ni deseables, como la desigualdad, inequidad y pobreza, así como el abuso contra el desarrollo social y el medio ambiente. De hecho, no son pocos los ejemplos en que han afectado los derechos humanos y laborales a escala mundial.
Ordinariamente, sus efectos adversos eran relacionados exclusivamente con los países en desarrollo, por su menor estándar de cumplimiento normativo, por la complicidad de sus propias autoridades —interesadas ante todo en obtener inversión extranjera— o por su incapacidad económica, técnica y presupuestal para vigilarlas.
Ahora bien, la reciente elección presidencial en EU demostró un factor bien distinto y del que poco se había hablado, destacadamente por quienes habían venido defendiendo a ultranza al libre comercio y a la economía de mercado: sus nefastas consecuencias sociales dentro de las propias potencias económicas.
¿Hasta dónde y cómo en el mundo globalizado podrá el país que es el adalid de la apertura comercial revertir sus efectos cuando le son adversos?
La solución se antoja difícil: no se pude buscar que las empresas emblemáticas de EU continúen siendo exitosas en un ambiente en el que se apuntala Europa y Asia, y en el que rápidamente emergen China, India, Brasil, Rusia y no se cuente —al mismo tiempo— con una mano de obra barata y mejor calificada, como la que hoy les ofrece nuestro país.
Consideramos que la futura Presidencia de EU no podrá conservar su posición como líder de la globalización sin asumir los costos que conllevan sus múltiples ganancias y beneficios; ni podrá tampoco modificar o imponer acuerdos comerciales que no sean negociados con beneficios recíprocos para todas sus partes.
Si lo intentara hacer, sería el principio del comienzo del declive para un joven imperio que, luego de haber luchado históricamente por la libertad, terminaría al final del camino traicionándose a sí mismo, en la oscuridad del autoritarismo que siempre ha repudiado, desde que fue creado por sus Padres Fundadores.