Primero la premisa: en la delicada coyuntura histórica que vive México, el país no puede privarse de elecciones libres, genuinas y equitativas como única vía deseable y legítima para renovar al poder político. El horizonte ensombrecido por un pobre desempeño de la economía, amenazas externas inéditas, creciente inseguridad pública y violencia, daño al bienestar de las familias y una extendida irritación social alimentada por la corrupción y la impunidad, exige que la definición de quién gobierna y quién representa a la población no se sustraiga de la ciudadanía y que, eventualmente, los procesos electorales de este año, y sobre todo de 2018, sean oportunidades para replantear y hasta reinventar al país de manera civilizada y pacífica.

Segundo: es válido revisar los montos de financiamiento público a los partidos. Una de las causas del malestar social tiene que ver con el mal uso de los recursos públicos. Ello, junto con el incremento de los precios de los combustibles, ha despertado una más que comprensible exigencia para que el presupuesto se gaste en áreas socialmente prioritarias y se ponga fin a excesos. También se ha extendido un reclamo para revisar el financiamiento de los partidos políticos que son una de las figuras con menor aprecio ciudadano aunque ello no resta que sean instituciones imprescindibles para la vida y recreación de cualquier democracia. La idea de reducir el dinero (público) a la política ha sido abrazada incluso por gobernantes y actores políticos. Si se trata de racionalizar ingresos y gastos de los partidos, bienvenida la discusión. Para que sea en efecto una deliberación seria y no un desplante, hay que recordar que el monto federal de financiamiento público se desprende de la Constitución y que los recursos en las entidades se asignan con base en una fórmula de la Ley General de Partidos Políticos. O se inicia una ruta de deliberación informada para modificar con precisión las fórmulas de financiamiento en la ley de partidos e, incluso, en la Constitución, o todo será mucho ruido y pocas nueces.

Tercero: no hay que tirar al niño con el agua sucia. El afán de ahorrar y la mera ola de indignación hacia los actores políticos pueden traducirse en medidas contrarias al objetivo de celebrar elecciones auténticas y equitativas. El financiamiento público a los partidos, así como el acceso gratuito de los candidatos a radio y televisión con cargo a los tiempos del Estado, son las palancas fundamentales para que no sea el dinero privado el fiel de la balanza de las contiendas políticas en un país marcado por una profunda desigualdad. A la especie de eliminar o reducir al máximo el financiamiento público a los partidos, hay que ponerle enfrente su inevitable corolario: sería el dinero de particulares, y en particular de grandes grupos de interés económico, el que nutriría y definiría el poderío de las campañas. De verdad, en este contexto de inseguridad ¿queremos que los actores políticos vayan a buscar dinero a cualquier lugar? El remedio puede ser peor que la enfermedad.

Son tiempos difíciles y es válido plantearse fórmulas de austeridad en las campañas. Pero eliminar el financiamiento público y privatizar en los hechos la contienda política no parece una vía adecuada para sanear nuestra democracia. Ya se sabe: a río revuelto…

Consejero del INE.

@CiroMurayamaINE

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