“Todo suicidio es paradójico”, me dijo una amiga una vez que corroboré el domingo por la noche que Luis González de Alba se había suicidado eligiendo, con toda premeditación, un 2 de octubre, 48 años después exactamente de que fuese arrestado en Tlalelolco. Durante todo su itinerario como desmistificador del movimiento estudiantil de 1968, en medio de polémicas y malquerencias, Luis insistía en el carácter vitalista y entusiasta de la rebeldía de los estudiantes, ese “espíritu de agosto” que la matanza de octubre opacó y hasta hizo olvidar. En la medida en que se iba alejando de la izquierda, frustrado por su secuestro por los priístas electoreros y nacionalrevolucionarios al fundarse el PRD, lo mismo que crecientemente contrito por los crímenes seculares del comunismo, Luis fue desmontando el mito del 68 y particularmente el del 2 de octubre.

Dijo muchas cosas, todas ellas materia de discusión para protagonistas e historiadores. Cito en desorden: que no hubo víctimas durante el bazucazo de San Ildefonso, que algunos miembros del Consejo Nacional de Huelga se habían armado con inútiles armas cortas; que la tremenda balacera del 2 de octubre, obra del batallón Olimpia, hizo que el inadvertente ejército protegiese a los estudiantes creyéndolos víctimas del fuego amigo, pues de otra manera no se explica un número tan bajo de víctimas dada la intensidad de la agresión; que las condiciones de reclusión en Lecumberri eran laxas en comparación con los potros de tortura que en los años 70 se esparcieron como hongos desde Guatemala hasta la Argentina; que el ataque de los presos comunes a los políticos en huelga de hambre el 1 de enero de 1970 tuvo como cometido el robo y que aquellos que se dejaron robar no fueron agredidos; que —en coincidencia con Jorge Castañeda— el número de víctimas del tlatelolcazo había sido exagerado por mutua conveniencia del Estado y de la izquierda: uno para hacerse temer, la otra, para subrayar su vocación de martirio.

Luis nunca exculpó al régimen priísta de aquel crimen de Estado. Al contrario, le enfurecía que el “rapsoda” de Díaz Ordaz, el entonces joven diputado Muñoz Ledo, fuese hoy, sin previa autocrítica, la conciencia de nuestra izquierda o que López Obrador se afiliase al PRI tabasqueño días después de una matanza de la que acaso ni se enteró. Luis se equivocó, incapaz de reconocer el irónico gesto moral, al decir que Revueltas se “autoinculpó” de la autoría intelectual del movimiento del 68, por vanidad.

Y tan no exculpó a nadie, que Luis eligió el 2 de octubre para matarse, dejando el sentido de su decisión en la oscuridad impenetrable del suicida. ¿Humor negro ante la enfermedad incurable y progresiva que padecía? ¿Hartazgo de contar una y mil veces su versión de los hechos ante el inminente 50 aniversario de una matanza cuyo rumor en el cerebro lo alejaba de su amor por la ciencia, de la cual fue un tenaz divulgador periodístico? ¿Reconocimiento trágico de que en esa fecha había nacido y en esa fecha moriría?

Faltaría yo a la memoria de mi amigo Luis si dedicará sólo a la alabanza este obituario. Haciéndolo no podría disfrutar sin culpa la poesía griega moderna que compartió conmigo y con otros amigos, su amor por el Cantar de los Cantares y por las misas de Mozart, su adhesión conflictiva al Estado de Israel, nuestra camaradería política. Sus críticas a Poniatowska (por las imprecisiones en La noche de Tlatelolco corregidas por ella en 1997) y Monsiváis, siendo en buena medida justas, fueron no pocas veces majaderas e indecentes y como otros escritores homosexuales, Genet o Pasolini, él tenía a los uniformes militares o policíacos por un fetiche erótico. El Luis de cuero negro era insoportable, como cursis, a la Genet son también, sus novelas gays, aunque fue el autor de Y sigo siendo sola (1979), un pequeño oasis de humorismo en el páramo solemne de nuestras letras.

Como periodista fue infatigable, con su cotidiana lucha por los derechos de los homosexuales, contra la homofobia de la que fue víctima como enfermo de Sida y en la denuncia sin tregua de los crímenes soliviantados por las almas bellas, como la autoinmolación de Gonzalo Rivas al combatir el incendio en una gasolinera provocado por los normalistas de Ayotzinapa. Una petición que fue ignorada por el Senado de la República, tan sordo, cuya medalla Belisario Domínguez para ese héroe casi anónimo, Luis exigió sin descanso y sin éxito. Una eterna mala conciencia cuya vigilancia, como dicen los franceses en estas ocasiones, echaremos de menos. No pocas aves carroñeras festejaron su suicidio, en las redes: honran su memoria.

En septiembre de 2001, justo después del atentado a las Torres Gemelas, que ratificó su odio, no fobia, al Islam, tal cual él lo afirmaba, pasamos Luis y yo, junto con otros escritores, algunos días en Costa Rica. Hablamos mucho y de todo y en su versión del movimiento estudiantil y de su prisión entre 1968 y 1971, detecté una falla psicológica. Luis me hablaba mucho de su madre y cómo a ella le daba una versión más suave de los hechos para no acongojarla más aun. Quizá esa afición “al no fue tan grave” la trasladó de los afectos al recuerdo, atenuando el dolor en su memoria con una narración desmistificadora de los hechos. Sólo especulo.

El 2 de octubre de 1968 tuvo muchos hijos y en un 2 de octubre, el hijo pródigo, enemigo de las convenciones ideológicas y de las verdades manidas, decidió despedirse, a su manera. Esa fecha le dio a Luis González de Alba la prisión, su primer libro (Los días y los años), el exilio en Chile, la práctica plena de su homosexualidad en reclusión, su sitio como intelectual político y, finalmente, el 2 de octubre le dio también la muerte y la libertad.

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