Finalizaron las elecciones en Coahuila, Estado de México, Nayarit y Veracruz, y de inmediato comenzaron las descalificaciones y acusaciones de quienes vieron en los resultados la frustración de sus intereses políticos.
Es insensato evaluar los procesos electorales por sus resultados, proclamando su limpieza allí donde se alcanzaron triunfos, y su desaseo en donde fueron derrotados, como ha acontecido con las gubernaturas en 2016 y 2017. Si queremos extraer lecciones y aprendizajes, bien haríamos en comenzar por analizar las elecciones en sus méritos, precisamente porque si algo hemos normalizado es que no existen ganadores ni perdedores absolutos. Carece de seriedad, igualmente, realizar generalizaciones sin observar las diferencias específicas de cada elección. No se puede comparar Coahuila, y sus elecciones para gobernador, diputados y ayuntamientos, con 15 partidos en la competencia, con el Estado de México, donde sólo se eligió al Ejecutivo Estatal, o con Veracruz, con su renovación exclusiva de ayuntamientos.
Resulta desacertado, dejar de distinguir también entre los desatinos achacables a la confusa legislación electoral -desde donde se articuló la compleja forma de votar y contar los votos hacia partidos y coaliciones-, los yerros en la gestión de los comicios, que son responsabilidad de las instituciones electorales, y el abultado despliegue de conductas que por fuera de la valla perimetral de los comicios, se fijaron el propósito, sistemático ya, de interferir en la equidad de la contienda y condicionar la libertad de voto.
Las instituciones electorales deben hacerse cargo, y pronto, de los señalamientos que se han dirigido a las decisiones técnicas -y explicar a qué se debió la lentitud e incompletitud del PREP, por ejemplo-. Pero es momento de que los poderes públicos federales y locales asuman la responsabilidad que deriva de su persistente injerencia en las condiciones medioambientales bajo las que transcurren los comicios, y que siguen sin ser propicias para la emisión del sufragio en un contexto democrático.
Cada elección hace más evidente su desprecio por la legalidad, ya que no existe el menor rubor ante el despliegue de conductas delictivas orientadas a la compra, coacción, inducción y manipulación del voto. Su vulneración del principio de imparcialidad es patente cuando se observa la manera en que planifican la obra pública, destinan los programas sociales, aprueban recursos públicos, condicionan la entrega de apoyos y fomentan el clientelismo. Su poco respeto por el principio de neutralidad se advierte en la forma en que difunden sus acciones y promueven sus logros, el carácter partidista que le imprimen a sus discursos, sus insinuaciones a votar por su opción política, o el estilo empleado en la presión a los medios de comunicación, para recibir mayor cobertura, o para magnificar la publicidad de sus quehaceres.
Su nula fidelidad hacia el orden constitucional y legal los ha llevado a ser omisos en la expedición de regulaciones relevantes, como la ley de propaganda gubernamental que lleva diez años a la espera, e impulsado a construir políticas públicas con evidentes tintes políticos, a planificar la atención de demandas sociales con marcados propósitos electorales, a inaugurar obras públicas en la cercanía de las elecciones, y a dejar de construir indicadores que permitan evaluar los resultados del gasto ejercido, en un escenario perfecto en el que gozan de discrecionalidad para atender, beneficiar y socorrer a la población en el momento en que la obtención del mayor rédito electoral lo determine.
Estas conductas, ampliamente difundidas en todos los gobiernos, con independencia de sus colores, no se producen dentro de la cancha en la que se debate el juego electoral, sino en su subsuelo; pero su impacto es de tal magnitud que incide en su centro de gravedad, alcanzando a desnivelarla con el propósito de favorecer a unos jugadores en detrimento de otros.
Ante esta normalizada realidad, más que vigorizar la legalidad electoral debemos exigir un compromiso del más alto nivel para reconstituir nuestro endeble Estado de Derecho, al que converjan todas las instituciones del Estado, electorales y no, para refrendar su fidelidad a los principios de constitucionalidad, legalidad, neutralidad e imparcialidad en el ejercicio de su función pública. Si no pavimentamos el camino hacia el 2018, asistiremos nuevamente, como producto de una maldición histórica, al más descarado despliegue de injerencias indebidas, en detrimento de la credibilidad y la confianza de nuestra institucionalidad electoral.
Académico de la UNAM.
@AstudilloCesar