Hoy comienzan las discusiones sobre la Ley de Seguridad Interior en el Congreso de la Unión. Existen dos propuestas sobre la mesa: una del PRI en la Cámara de Diputados, otra del PAN en el Senado. Ambas incluyen un concepto nunca antes regulado —Seguridad Interior— a través del cual se busca facultar al Ejército —y otras fuerzas federales— para realizar tareas de seguridad pública propias de las policías (como la prevención e investigación del delito, detenciones en cualquier delito o peritajes penales), pero bajo una lógica de Seguridad Nacional (sin posibilidad de escrutinio público, transparencia o rendición de cuentas).

La Ley de Seguridad Interior, se repite una y otra vez en distintos foros, es indispensable para regular la presencia del Ejército en las calles. Ante la ausencia de autoridades civiles que realicen las tareas de seguridad pública, debemos —nos dicen— conceder al Ejército las facultades legales para hacer lo que los civiles no pueden ni quieren hacer. Así, esta ley representa el fracaso del poder civil y la renuncia de los civiles de cumplir con una de sus obligaciones constitucionales: proveer seguridad a los ciudadanos a través de instituciones civiles, no militares.

Las iniciativas preocupan porque facilitan el uso arbitrario de la fuerza pública, incluso la fuerza letal, sin exigir rendición de cuentas o permitir la investigación sobre ello. Ambas iniciativas, incluso, facultan el uso de la fuerza pública contra la protesta (incluida la pacífica). Ni el poder judicial ni el legislativo servirán como contrapesos, pues ambas leyes limitan fuertemente esa posibilidad, al grado de convertirla en mero gesto simbólico. La seguridad pública quedará así, para efectos prácticos, en manos del Ejército —y otras fuerzas armadas—, sin transparencia y sin rendir cuentas y podrá usarse discrecionalmente por el Poder Ejecutivo federal.

Los senadores y diputados promotores de la iniciativa olvidan que el Congreso no está facultado por la Constitución para legislar en materia de seguridad interior. Pretenden colgarse de un pasaje que habla de las obligaciones del Ejecutivo, pero obvian que el Congreso necesita estar expresamente facultado para legislar una materia. De aprobarse, se trataría de una ley inconstitucional que busca darle la vuelta a una prohibición constitucional explícita: que los cuerpos militares no realicen labores de seguridad pública. Un barniz de legalidad para permitir lo prohibido. Olvidan también que los miembros del Ejército no están entrenados para ser policías, peritos o fiscales. Están preparados para combatir y eliminar un enemigo, una lógica muy ajena a la que rige las funciones de seguridad pública y ciudadana. Lo cierto es que las propuestas que hoy se empujan nos ponen a todos en riesgo, incluido a los miembros de las fuerzas armadas que, lejos de tener una protección legal, estarán más expuestos a excederse y a ser acusados, tanto en tribunales nacionales como internacionales.

Muchos se han referido a México como un Estado fallido, uno donde la presencia del Estado es limitada y su capacidad precaria. Las propuestas en la mesa buscan construir Estado mediante la coacción. Sin embargo, falta legitimidad y legalidad. Son las escuelas, los juzgados, las posibilidades de trabajos dignos, las calles sin baches, los trámites sin mordidas y los centros de salud con medicinas los que darán permanencia al Estado mexicano, no los retenes militares ni los convoyes. La “regulación” del Ejército para realizar tareas de seguridad pública sin contrapesos efectivos y en abierta violación de la Constitución, no logrará la reconstrucción de la legitimidad estatal. Los últimos diez años muestran que esta ruta sólo dejará más violencia y un Estado cada vez más endeble.

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