Estamos a unos días de cumplir el décimo aniversario de la llamada “Guerra contra las drogas”, iniciada el 11 de diciembre de 2006 por el entonces presidente Felipe Calderón. Esta triste fecha brinda una oportunidad para reflexionar no sólo sobre lo que ha dejado nuestra guerra, sino también de las alternativas que tenemos para salir de ella.

El saldo es ominoso: más de 200 mil homicidios, más de 26 mil personas desaparecidas, cientos de miles de personas desplazadas de sus hogares. Hace unos días, UNICEF reportaba la vergonzosa cifra de 6 muertes de menores al día en el país. Los datos son claros, la ruta que emprendió Calderón y que ha continuado el gobierno de Peña Nieto es equivocada. Hoy vivimos en un país mucho más inseguro.

Nuestras policías e instituciones de justicia son más débiles hoy que hace 10 años. La dependencia del Ejército y las Fuerzas Armadas para realizar funciones de seguridad pública, que constitucionalmente corresponden exclusivamente a las autoridades civiles, también es mayor. Hemos quedado así en una encrucijada de difícil salida. No podemos retirar al Ejército de las calles porque las policías locales no tienen capacidades de enfrentar al crimen organizado, o forman parte del mismo. A la vez, la presencia del Ejército implica que los gobiernos locales no tienen (ni tendrán) incentivos para mejorar a sus policías (al fin que el gobierno federal lo asume). Es decir, mientras el Ejército haga toda clase de tareas de seguridad pública, como hoy hacen, la precariedad de las policías seguirá sin ser atendida y será imposible retirar al Ejército. Un círculo vicioso que lleva a la militarización indefinida.

¿Qué hacer?

México es un una república civil. Mientras el Ejército esté a cargo de la seguridad pública del país, estaremos viviendo una excepción al régimen constitucional. Dotar de marco jurídico a las Fuerzas Armadas es, sin duda, importante. Pero este marco no puede simplemente plantear —como hacen las propuestas legislativas hoy en la mesa de Roberto Gil y César Camacho— que se normalice y haga permanente lo que es inconstitucional. Si hemos de vivir en una república civil, la intervención militar debe ser la excepción, no la regla. Cualquier propuesta de regulación del Ejército debe ir orientada a regresarlo a sus cuarteles, responsablemente. Debe además ir acompañada por una Ley que regule el uso de la fuerza y establezca mecanismos institucionales para fiscalizarla. Hoy solo existe un manual, sin mecanismos de control serios.

La guerra que emprendió Calderón se lanzó sin un diagnóstico claro sobre qué sucedía en el país. Aun hoy, no tenemos datos que muestren los efectos de la presencia militar en importantes extensiones del país. ¿Siempre mejora la presencia militar las condiciones de inseguridad? ¿Dónde ha funcionado y dónde ha sido perjudicial?

Sin un entendimiento claro, se propone movernos más hacia la militarización, sin cuestionar los resultados que 10 años de esta estrategia han dejado y sin tomar en cuenta los riesgos que esto tiene para la población civil o para las posibilidades de profesionalizar las policías. Se asume que es posible mejorar la seguridad pública simplemente dotando de facultades de prevención e investigación del delito a quienes no están entrenados, ni equipados, ni preparados para llevar a cabo esa labor. Peor aún, se propone hacerlo en un régimen de total opacidad, reservando toda información sobre las actuaciones, y sin controles por parte del Poder Legislativo o Judicial, ya no hablemos de la autoridad civil.

Nadie puede negar la situación extrema en que se encuentran importantes territorios del país y la necesidad de la intervención de las fuerzas federales. Pero los costos de los últimos 10 años debieran convencernos que más de lo mismo no tendrá otro resultado.

División de Estudios Jurídicos CIDE.
@cataperezcorrea

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