México está en crisis. La violencia está extendida en todo el territorio nacional, y va desde los robos cotidianos hasta atrocidades inconcebibles. Las instituciones estatales deslegitimadas despiertan desconfianza, indignación y rabia. El derecho evoca más a los privilegios de unos cuantos que a la justicia. La corrupción cínica y los errores inexcusables tienen hoy a la presidencia en niveles de aprobación históricamente bajos. Las policías huyen, renuncian en bloque o aparecen coludidos con los delincuentes. El Ejército ha entrado a auxiliar —más precisamente, a relevar— a las policías en cada vez más lugares donde estas han sido incapaces de garantizar la seguridad de la población. Hay una sociedad empobrecida, con niveles de desigualdad vergonzosos; una sociedad temerosa, atacada por criminales y desamparada por las autoridades.

La sociedad quiere orden, algunos lo piden al costo que sea. Los militares —tras una década de actuar al margen de la Constitución— justificadamente piden que se regule su participación en las tareas que hacen porque los civiles no pueden o no quieren hacerlas. Las policías y autoridades ministeriales no han mejorado sus capacidades, a pesar de los millones que se han invertido. Pero la ruta propuesta, con preocupante persistencia, es la justicia de excepción, la militarización de la seguridad y la reducción de los derechos fundamentales. Nada bueno ha venido de esa ruta, y nada bueno vendrá de encauzarnos más en ella.

Ya hemos recorrido un trecho de ese camino. En 2009 reformamos para hacer frente a la delincuencia organizada. Limitamos los derechos procesales de personas acusadas de esos delitos y otorgamos enorme discrecionalidad a la autoridades encargadas de perseguirlos. La reforma no mejoró la inseguridad en el país, ni la procuración de justicia. En cambio, se extendieron y normalizaron prácticas perversas entre nuestras autoridades, como la tortura y el uso del arraigo. Apenas este verano, reformamos la justicia militar para expandir el fuero militar y facultar la investigación de delitos que involucren civiles. Incluso se autorizó el levantamiento de cadáveres, tarea que debiera estar exclusivamente en manos de la autoridad civil.

Hoy aparece, en la misma línea, la Ley de Seguridad Interior. A través de la figura de “declaratoria de afectación de la seguridad interior”, esta ley propone una especie de paréntesis constitucional, decretable por el Ejecutivo, sin aprobación o supervisión del Congreso. Una “afectación” queda laxamente definida como actos “tendentes a” obstaculizar una serie de funciones del gobierno federal o local, tan indeterminadas como la ejecución de programas de apoyo federal. No se exige que los actos logren o que busquen obstaculizar, solo que alguien —los propios políticos encargados de solicitar y conceder la declaratoria— juzgue que un acto tiende a ello.

La declaración de afectación autoriza la instalación, en la vía pública, de retenes militares para inspeccionar bienes y personas. Autoriza también hacer uso de la fuerza para contrarrestar “la resistencia no-agresiva, agresiva o agresiva grave”. Es decir que cualquier protesta —incluso una pacífica— podría enfrentarse con el Ejército y éste puede usar la fuerza, incluso la letal, para contrarrestarla. La ley también faculta al Ejército a recibir denuncias, investigar delitos y ejecutar órdenes de aprensión.

México está en crisis y la respuesta que se ofrece es la aprobación de otra ley que pone entre corchetes la Constitución, mientras salimos del aprieto. Pero hacer legal lo que hoy es ilegal no es la respuesta y difícilmente servirá para construir policías funcionales o disminuir la violencia. Una década de fracaso tendría que convencernos que el rumbo emprendido no traerá paz.

División de Estudios Jurídicos del CIDE

@cataperezcorrea

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