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Circula por allí una leyenda urbana: Hillary Clinton le preguntó hace un par de años a sus colaboradores: ¿por qué los mexicano-americanos no se llevan con los mexicanos de México?
La hoy precandidata presidencial demócrata compartía su perplejidad ante el misterio. Las diásporas israelita, irlandesa, italiana, cubana, china, india, colombiana, salvadoreña —todas ellas mucho menos numerosas que la mexicana en Estados Unidos— se apoyan mutuamente con sus países de origen. Respaldan la agenda de su gobierno ante Washington, financian campañas de sus candidatos a cargos de elección popular, y fortalecen a sus comunidades en el exterior.
Nuestro caso es muy distinto. Entre algunos mexicanos de segunda, tercera o cuarta generación subsiste todavía el agravio: mi papá, mi abuelo, mis ancestros se vieron forzados a emigrar por la falta de oportunidades, y encima de ello nos llamaron traidores a la patria y a la virgen de Guadalupe. No es tanto el rechazo a México, sino a códigos racistas y clasistas que aun hoy impiden la movilidad social ascendente.
Quien al cabo del tiempo se forjaba una trayectoria de éxito en el norte, era recibido con honores al visitar su tierra natal, recordando que era ‘el astronauta de La Piedad, Michoacán’, o ‘el ilustre neurocirujano de Mexicali’, cuando la verdad es que triunfaron allá por su esfuerzo personal, sin apoyo alguno desde México.
En 1994, la Proposición 187 de Pete Wilson, gobernador republicano que propuso negarle los servicios sociales, médicos y educativos a los inmigrantes indocumentados, fue aprobada a nivel estatal con el voto de algunos mexicano-americanos y latinos, quienes argumentaban que haciéndole la vida más difícil a los indocumentados mexicanos, éstos dejarían de ir a California.
Esta iniciativa fue finalmente desechada a nivel federal, pero hoy Donald Trump trata de revivirla, apelando a la xenofobia y al miedo de la población blanca y de núcleos de electores latinos conservadores.
¿Y la respuesta a la interrogante de Hillary Clinton? Pues le contestaron con otra pregunta: ‘¿por qué los mexicano-americanos deberíamos de preocuparnos por los indocumentados mexicanos, cuando a las élites económica y política de México no les interesa la suerte de sus compatriotas pobres, ni en su país, ni en Estados Unidos?
Tomemos nota: el PIB de los mexicano-americanos en Estados Unidos pronto será mayor que el de los mexicanos en México, y su poder electoral allá se incrementa a diario. Ellos no se van a acercar a nosotros porque sus intereses están allá, no acá, y porque están cansados de que los despreciemos y los dejemos colgados. Urge rectificar; hay por lo menos tres caminos a emprender de inmediato:
Ofrecer incentivos a los mexicano-americanos que inviertan en México. No se trata de privilegiarlos por encima de quienes aquí vivimos, sino de aprovechar su know how, su experiencia empresarial, y por qué no, de generar mayor competencia económica, que a la larga opera en favor del consumidor mexicano;
Expandir los programas de becas a jóvenes dreamers de allá y de acá, y a hijos y nietos de mexicano-americanos, para que vengan a conocer y a explorar la historia y la cultura del país de sus ancestros en un ambiente seguro —esto último es lo más complicado…
Fortalecer la agenda estadounidense de los mexicano-americanos. La Embajada y los Consulados ya están apoyando la naturalización como estadounidenses de todos nuestros compatriotas elegibles para alcanzarla.
Todo esto cuesta dinero, pero en la medida en que los mexicano-americanos y los mexicanos en Estados Unidos sean más fuertes, nosotros también saldremos beneficiados. Nos lo debemos a nosotros mismos.
Profesor Asociado en el CIDE.
@Carlos_Tampico