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El voto de castigo fue la fuerza dominante en las elecciones de gobernador del Estado de México, Coahuila y Nayarit el pasado 4 de junio. Lo sabemos por el tamaño del swing electoral en contra del candidato del partido gobernante que reportan los cómputos distritales, que aún podrían sufrir modificaciones tras la intervención de tribunales. El más grande tuvo lugar en Estado de México, donde Alfredo Del Mazo obtuvo un 28.3 por ciento menos de votación que Eruviel Ávila. En Coahuila, Miguel Riquelme tuvo una caída en apoyo electoral de 21.9 por ciento en comparación con Rubén Moreira, seis años atrás. En Nayarit, Manuel Cota quedó 20 puntos porcentuales por debajo de la votación de Roberto Sandoval en 2011.
Sin embargo, a pesar de la magnitud del swing electoral en los tres estados, sólo en Nayarit hubo alternancia. En Coahuila el candidato del partido gobernante logró conservar la mayoría relativa con el 38.4 por ciento y en Estado de México con el 33.7 por ciento de la votación. ¿Qué explica la estabilidad en el partido en el gobierno a pesar de los cambios tan grandes en las preferencias del electorado? Me parece que en la respuesta a tal pregunta está en buena medida la clave del desencanto y frustración que prevalece en la opinión pública respecto al desempeño de las instituciones democráticas.
En México, el sistema para elegir al presidente de la República y a los gobernadores se basa en la regla de la pluralidad o mayoría relativa. Dicho sistema, combinado con una alta fragmentación del electorado, tiende a generar ejecutivos minoritarios, electos por una pluralidad de votos relativamente pequeña. Las elecciones locales de 2016 dieron una muestra de este fenómeno.
La creación de nuevos partidos políticos como Morena y Encuentro Social, junto con irrupción de las candidaturas independientes, acentuaron la fragmentación del voto. En Oaxaca, Alejandro Murat ganó la elección de gobernador con el 32 por ciento de los sufragios, menos de un tercio de quienes votaron. En Veracruz, Miguel Angel Yunes logró el triunfo con 34.4 por ciento de la votación.
Uno de los problemas con el sistema de pluralidad combinado con la fragmentación del electorado es que genera mayorías perdedoras cada vez más grandes. En Oaxaca, el 68 por ciento del electorado apoyó una alternativa distinta a la ganadora; en Veracruz, el 65.6 por ciento. Pero en los dos casos al menos hubo alternancia, lo cual significa que, habiendo amplia mayoría a favor del cambio en el partido gobernante, una de ellas prevaleció.
Las elecciones de gobernador en Edomex y Coahuila mostraron otro aspecto preocupante de la regla de pluralidad combinada con alta fragmentación del voto: el sistema electoral puede resultar poco sensible a cambios en las preferencias del electorado. Una minoría satisfecha con el statu quo tiene la capacidad de mantener al partido gobernante en el poder por encima de una mayoría que desea el cambio, pero que no logra coordinarse.
La solución que se ha buscado al problema de los ejecutivos minoritarios en México ha sido la figura del gobierno de coalición. Sin embargo, hasta ahora no ha tenido ningún efecto práctico. En esto la experiencia mexicana ha sido igual a la de otros países con sistemas presidencialistas que la han adoptado, como Argentina.
Por ello, conviene revisar nuestro sistema electoral y analizar la conveniencia de incorporar una institución que ha funcionado en otras democracias parecidas a México: el balotaje o la segunda vuelta. Este sistema fortalecería a las instituciones democráticas al evitar el fenómeno de amplias mayorías perdedoras. Incrementaría la sensibilidad de las instituciones electorales a cambios en las preferencias de los votantes y con ello mejoraría la rendición de cuentas. Serviría para que el partido gobernante cultive con sus acciones el apoyo de la mayoría, sin que tenga a la mano la salida fácil de mantener dividida a la oposición.
Consejero electoral del INE