Más Información
Solamente tuvieron que transcurrir semanas desde la toma de posesión del nuevo presidente estadounidense para demostrar que el optimismo panglosiano de quienes insistieron —a lo largo de la campaña y transición— que Donald Trump moderaría su retórica y se correría hacia el centro en la instrumentación de sus políticas, estaba fuera de lugar. Y bastaron diez días para colocar a la relación con México en su peor momento en tiempos modernos. Desde la década de los ochenta, cuando al choque de nuestras respectivas políticas exteriores en Centroamérica siguió nuestro nadir bilateral con el asesinato del agente de la DEA Enrique Camarena, no habíamos atestiguado una encrucijada tan aciaga como esta, que además amenaza con echar por tierra los grandes avances logrados en la relación a lo largo de veinte años por parte de gobiernos de distinto signo partidista en ambas capitales.
Los ultimátums y emboscadas de que ha sido objeto el gobierno mexicano son inaceptables, y han generado justificado rechazo e indignación política y social en nuestro país. En el mejor de los casos, estas acciones podrían ser atribuidas a una administración en Washington que aún anda sin los equilibrios internos que propiciaría un gabinete en funciones y con semanas —si no es que meses— por delante antes de que sean nominados y confirmados por el Senado todos los funcionarios (desde secretarios hasta el equivalente de directores generales) que manejan el día a día de la relación con México. Pero en el peor de ellos, esas acciones son, por la manera en la cual se filtró y se quiso vender desde el interior de la Casa Blanca un segmento de la conversación telefónica entre ambos mandatarios, un intento por seguir usando a México como piñata política para alimentar la credibilidad del nuevo inquilino de la Oficina Oval con su base, o aún más preocupante, para torpedear la relación con México, crear una ruptura y —con ello— poder justificar medidas unilaterales por parte del Ejecutivo estadounidense. Sea cual fuere la razón, México tendrá que hilar muy fino en semanas y meses por venir. Las respuestas y posturas tanto gubernamentales como aquellas que impulsemos desde la sociedad civil deberán ser calibradas e inteligentes.
No cabe duda que Trump está creando una nueva generación antiestadounidense en el mundo y que su llegada al poder es una de las peores noticias para la “Marca País”, el poder suave y la diplomacia pública estadounidenses. Pero para una nación como la nuestra, con una frontera de más de tres mil kilómetros y con la convergencia social (35 millones de mexicoamericanos, de los cuales 11 millones son mexicanos y de éstos 5 millones son indocumentados, y con 1.2 millones de estadounidenses en México) y económica que nos anuda, dar rienda suelta a paroxismos antiamericanos o asumir que el enemigo es Estados Unidos en su conjunto sería un grave error. De entrada, llamados a boicotear la compra de autos estadounidenses, cuando nuestras cadenas productivas están plenamente integradas y de ellas dependen miles de empleos mexicanos, no es más que anotar un autogol. Y quienes postulan que se debe evitar viajar a EU pasan por alto que hay regiones y ciudades del país que no sólo son nuestras aliadas sino que están a su vez en la mira del presidente Trump por su decisión de seguir cobijando a migrantes indocumentados, la mayoría mexicanos. Debemos abonar relaciones con aliados en EU, que los tenemos, y a la vez evitar que un aumento potencial de antiamericanismo en México pueda ser capitalizado por quienes quieren seguir alimentando percepciones negativas de nuestro país y fomentando el diseño de políticas contrarias a nuestros intereses nacionales.
Desde el gobierno, la decisión de poner sobre la mesa todos los temas de la agenda bilateral y vincular la negociación de lo que le interesa al presidente estadounidense con todos los demás temas de la agenda bilateral no sólo nos permite mitigar la asimetría diplomática y de poder entre ambas naciones. Es la base de una estrategia para establecer márgenes de negociación, reducir márgenes de presión, ampliar nuestros márgenes de maniobra e instrumentar medidas de presión puntuales y quirúrgicas, como cuando lo hicimos exitosamente en 2009 en respuesta al incumplimiento estadounidense en materia de autotransporte. Y desde la sociedad civil, qué mejor que mandar señales a actores sociales, alcaldes y legisladores que nos apoyan y apoyan a nuestros paisanos, de que lo reconocemos y apreciamos. Si de boicots se trata, dejemos mejor de viajar a ciudades como Miami, donde su alcalde ha decidido colaborar en tareas antiinmigrantes con la Administración Trump, y apoyemos a ciudades como Los Angeles, Las Vegas, Denver, San Francisco, Chicago, Boston o Nueva York, que defienden a nuestros migrantes. Lo que se requiere pues, desde ambas esferas, son tiros de precisión y no escopetazos.
Consultor internacional