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Este podría ser un annus horribilis como pocos de memoria reciente. En las postrimerías del Brexit y la elección estadounidense, dos dominós más podrían caer el 4 de diciembre. Ese día, votantes austriacos e italianos acudirán a las urnas, respectivamente, en comicios presidenciales repetidos y un referéndum para reformar la constitución. En Austria se cierne la amenaza de un primer jefe de Estado de extrema derecha democráticamente electo desde la entreguerra, aumentando con ello las posibilidades de que en otros países —Francia particularmente— pudiesen llegar al poder más partidos nacionalistas y chovinistas de derecha, la mayoría de ellos xenófobos. Como algunos lectores recordarán, una columna mía de junio describía cómo Norbert Hofer, líder del Partido de la Libertad (fundado en los años cincuenta por ex nazis), y Alexander Van der Bellen del Partido Verde contendieron en una elección en la que éste ganó por un estrechísimo margen. Los comicios fueron posteriormente anulados por la corte constitucional de Austria a raíz de irregularidades en el conteo de votos postales. El efecto Trump y la lamentable normalización mediática y política de su elección podrían hacer que hoy los austriacos tuviesen menos resquemores en elegir a alguien como Hofer.
En Italia, el primer ministro italiano Mateo Renzi no sólo se juega la suerte de un referéndum que convocó para aprobar una reforma constitucional que buscaría mejorar la gestión publica, acotar el poder del Senado y las atribuciones de los gobiernos regionales; la Unión Europea podría resquebrajarse aun más. Al momento de escribir esta columna, el No cuenta una ventaja de 5 puntos a lomo de los tres principales partidos de oposición, incluyendo los que buscan sacar a Italia de la UE o deshacerse del euro, y de jóvenes hastiados que desconfían en otorgarle mayores poderes a los políticos. La recta final en la campaña del referéndum se ha vuelto aún más tensa por las amenazas de impugnación a raíz de la participación de cerca de 4 millones de italianos que viven en el extranjero (y que ya han decantado las elecciones italianas en 2006 y 2013). El líder del Comité por el No ha anunciado que si el Sí vence gracias al voto desde el extranjero (abrumadoramente a favor de las reformas), impugnará el resultado. Una victoria del No, junto con la incertidumbre política que detonaría una potencial renuncia de Renzi (declaró que lo haría si pierde el Sí), arrojaría serias dudas sobre la participación de Roma en la eurozona, con un consecuente default italiano y su impacto en mercados globales, incluyendo para el peso mexicano. Y es que más allá del referéndum mismo y de las motivaciones político-ideológicas detrás de la campaña del No, desde que se adoptó el euro en 1999 la productividad total en Italia —la tercera economía más grande de la eurozona— ha caído en 5%, mientras que en Alemania y Francia aumentó en 10%.
Si en Austria gana la extrema derecha y en Italia pierde Renzi, las posibilidades de que en Francia pudiese triunfar Marine Le Pen —quien felicitó con bombo y platillo a Trump— aumentan considerablemente. Si ella gana, ha prometido efectuar una referéndum sobre la permanencia de Francia en la UE; si eso conduce a un Frexit, la UE estará muerta a la mañana siguiente.
Es evidente lo que ha detonado el descontento a ambos lados del Atlántico: salarios, niveles de vida y bienestar estancados para amplios sectores de clase media, agravado por el aumento en la desigualdad y la incertidumbre. Y la percepción de muchos, sustentada en la opinión de notables economistas, es que la respuesta de bancos centrales ha privilegiado mantener contentos a inversionistas de capital a expensas y en detrimento de la economía real y de aquellos que laboran en ella. Asimismo, hay un consenso de que se deben hallar mecanismos para mitigar los costos de dislocación que se han dado a raíz de la globalización, la tecnología y la automatización en la producción. Sin embargo, pocos economistas coinciden en que la solución son recetas populistas y demagogas de más proteccionismo y menos movilidad laboral o restricciones a la inmigración. Más que demasiada globalización entre países, el problema real es la falta de dinamismo económico y diseño e instrumentación de medidas de mitigación laboral y social al interior de las naciones. Una pregunta clave es el papel que deben jugar los gobiernos en corregir la falta de productividad, innovación, emprendimiento y reentrenamiento laboral y proteger a sus industrias y trabajadores de la competencia global. La otra es cómo reconcebir el papel de partidos políticos para detener la erosión de su legitimidad y reactivar la correa de transmisión entre ciudadano y política pública. Estas son respuestas que todos tendremos que encontrar sin dilación, indistintamente de lo que pase el próximo domingo en Austria e Italia.
Consultor internacional