Todos, de tiempo en tiempo, acusamos el peso de una mala semana que termina. Las últimas tres marcan para Donald Trump unas verdaderas septimanas horribilis. Trump básicamente ha minado su campaña, su marca y su partido. Escogió peleas que no podía ganar y a pesar de su disculpa de hace días, no muestra señal alguna de aprender o, más importante, de pivotear. Podrían ser sólo tres semanas más en la historia de una campaña bizarra —y lamentable— de un candidato demagogo y xenófobo. Sin embargo, la aguja se ha movido de manera perceptible en la contienda presidencial estadounidense, quizá incluso hacia un punto de inflexión. Y más allá de las encuestas a nivel nacional que muestran una ventaja para Clinton de 9 hasta 15 puntos o del perfil sociodemográfico del electorado con un creciente número de moderados, independientes e indecisos —que constituyen los verdaderos votos en juego— decantándose hacia el Partido Demócrata, es en el colegio electoral donde se atisban ya las señales de humo de un triunfo de Clinton el 8 de noviembre.
En Estados Unidos el voto popular directo no elige al presidente. Es una democracia indirecta, y esa función recae sobre un colegio electoral de 538 electores provenientes de los estados que depositan los votos por el candidato que haya ganado en su entidad. Quien acumule 270 votos electorales gana la presidencia, y por lo general, quien los obtiene también gana el voto popular. Pero ha habido ocasiones en las que sucedió lo contrario, como en 2000 cuando Gore ganó el voto popular pero Bush venció, a través de una elección impugnada en Florida, en el colegio electoral. Instituido por los representantes de los estados que conformaron la república a fines del siglo XVIII como una solución intermedia entre elegir al presidente en el congreso o por voto popular, tenía como propósito proteger los intereses de cada estado, evitando el dominio de las regiones más pobladas del país.
Un vistazo a lo que hoy está ocurriendo estado por estado en el colegio electoral muestra cómo a raíz del último mes, se ha vuelto mucho más difícil matemáticamente la ecuación para Trump. Aún con una proyección conservadora, Clinton arrancará septiembre con 195 de los 270 votos electorales en la bolsa. Estados grandes y con muchos votos electorales —como California, Nueva York o Illinois— invariablemente votan demócrata. De los cuatro estados con más votos electorales, sólo Texas es republicano. No es descabellado pensar que Clinton podría amasar hasta 400 votos electorales el día de la elección. Para ello tendría que retener el llamado rust belt (Ohio, Pennsylvania, Wisconsin y Michigan, que suman 64 votos). Estos estados manufactureros son clave para la victoria, y ello abona al discurso anti-TPP de las dos campañas y, en el caso de Trump, explica en parte su embestida contra el TLCAN. Pero fuera de Ohio, donde hoy están empatados, los demás estados mantienen su tendencia demócrata. Pennsylvania, estado clave, registra un margen de 11 puntos a favor de Clinton. Ella tendría que repetir victorias demócratas en los estados bisagra de Colorado, Nevada y Virginia (va a la cabeza), recuperar Carolina del Norte —que Obama ganó por primera vez para su partido en 2008 pero perdió en 2012 (los cuatro suman 23 votos)— y retener Nuevo México (5 votos). ¿Qué tienen en común estos estados? Que la mayoría de nuevos votantes registrándose para votar ahí son hispanos (Trump en la última encuesta nacional NBC/WSJ no rebasa el 14% de apoyo de ese bloque) y que el voto afroamericano pesa y mucho (sólo el 1% lo apoya). Si el GOP no le arrebata ningún otro estado que hoy es demócrata y Clinton retiene Florida —de los estados bisagra, el más importante (29 votos electorales) y que Obama ganó en el colegio electoral en 2008 por 2.5 puntos y por menos de .5 en 2012, con un amplísimo electorado hispano que ya no es predominantemente cubano-americano (sus generaciones jóvenes son las que dieron a Obama el triunfo ahí y con la normalización de relaciones con Cuba podrían reforzar esa tendencia)— el juego se terminó. Si además sorprende ganando Arizona o Georgia (3 puntos adelante en ambos), estados sólidamente republicanos pero con nuevos votantes hispanos, podría ser una derrota palmaria para el GOP.
En casi toda campaña o debate político, el ganador frecuentemente se determina por dos cosas: narrativa y contexto. En la narrativa, Clinton casi no ha tenido que esforzarse por hacer de la elección un referéndum sobre Trump; éste lo ha hecho solito. Y el contexto actual, marcado por las proyecciones del colegio electoral, podría hacer que esas señales de humo que de él emanan hoy se conviertan en noviembre en un incendio para Trump. Pero en 10 semanas puede pasar de todo. En mi próxima columna abordaré qué es lo que podría modificar este escenario y complicarle —o costarle— la victoria a Clinton.
Consultor internacional