La atroz, inaudita y azarosa decisión del electorado británico a favor de la salida del Reino Unido de la Unión Europea me lleva a retomar ideas que les compartí en este espacio al cierre de 2015 acerca de tendencias que marcarían al actual sistema internacional, algunas de las cuales, abordé parcialmente en mi última columna sobre el Brexit y en otras anteriores sobre el proceso electoral estadounidense en curso.
Brexit es sin duda —junto con los ataques terroristas de 2001 y la consolidación económica china— uno de los acontecimientos internacionales seminales a partir del fin de la Guerra Fría. Más allá de sus implicaciones geopolíticas, económicas y financieras, el voto británico apunta a una enfermedad que está afligiendo tanto a Europa como a Estados Unidos, y que incluso afecta a otras democracias alrededor del mundo: el colapso de la gestión exitosa del Estado. Es un cáncer que está carcomiendo particularmente a las sociedades europea y estadounidense, minando el orden internacional liberal basado en reglas sobre el cual se construyó el éxito de esas naciones —y de algunas otras en Asia y las Américas— desde 1945. Qué duda cabe que son estados que en términos generales funcionan; las elecciones son libres y habitualmente equitativas; los impuestos se recolectan; la corrupción es comparativamente baja; e instituciones y tareas de administración pública funcionan con mayor o menor eficacia. Y sin embargo, no ocurre nada. El Estado está pasmado: atestiguamos una desconfianza abrumadora en modelos de gobernanza; partidos políticos tradicionales han dejado de ser correas de transmisión entre política pública y ciudadanía; la polarización partidista ha llevado a la balcanización ideológica; y el descontento ha migrado de los extremos al centro.
Con mayorías legislativas o parlamentarias poco estables, los políticos están menos dispuestos a asumir decisiones difíciles, protegiendo el estatus quo y por ende perdiendo constantemente oportunidades para el cambio y ajuste. Como apuntó el propio Jean-Claude Juncker, presidente de la Comisión Europea, los políticos saben lo que tienen que hacer, pero no saben cómo reelegirse. Y mientras ese dilema persista, el resultado es parálisis y vacío. Y éste invariablemente se ocupa, alimentando insurgencias, demagogias y populismos tanto de derecha como de izquierda, cerrados y aislacionistas, coartando libertades de expresión y poniendo en peligro la capacidad de muchas naciones para asegurar un futuro de bienestar para sus habitantes. Esas insurgencias son, en el mejor de los casos, un mecanismo para denunciar lo que está roto, pero casi invariablemente se equivocan en las soluciones. Hoy tenemos más información pero menos sabiduría, más datos pero menos criterio y más conexiones humanas pero más aislacionismo.
Como pocos eventos recientes, el Brexit refleja el profundo recelo entre un sector muy amplio del electorado en Europa y en Estados Unidos acerca de los beneficios del sistema económico global, y una opinión bastante generalizada de que las instituciones de gobierno —ya sea en Bruselas o Washington— están calcificadas y no funcionan bien. No es la primera vez que se ha tenido que repensar los paradigmas de gobernanza. Las consecuencias socioeconómicas de la transición de sociedades agrícolas a industriales en el siglo XIX crearon la necesidad de nuevas instituciones para la seguridad social, mientras que la Segunda Guerra Mundial detonó la exigencia de establecer instituciones multilaterales basadas en reglas. Hoy el progreso de la tecnología digital está alterando estructuras de poder en la medida en que reconfigura a organizaciones, sociedades e individuos, afectando la manera en que gobiernos confrontan retos globales. Necesitamos nuevos modelos de gobierno que sean más eficaces, incluyentes y rindan más cuentas; que sean ágiles y lo suficientemente diversos para tomar en cuenta la velocidad, profundidad y complejidad del siglo XXI. Hay que encontrar maneras de engarzar agendas comunes con capital social y privilegiar modelos de gobierno municipal, donde la resolución de problemas y el diseño de políticas públicas innovadoras facilitan el cambio e impactan directamente al ciudadano.
Pero otra de las maneras de salir de este impasse democrático es que los políticos se preocupen menos por lo que dicen las encuestas, lo que es fácil o lo que garantiza la reelección y arriesguen sus carreras políticas en aras de lo que es ineludible. Si políticos y partidos no empiezan a tomar estos riesgos, figuras menos potables como Trump, Farage, Wilders, Hoffer o Le Pen los desplazarán. Y un modelo que en Europa ha traído paz y prosperidad a través del lenguaje heredado de gobierno colectivo, abonando a bienes públicos comunes en una cesión mutua y consensada de soberanía, se colapsará.
Consultor internacional